Enero
Hace ahora diez años le conté mi
vida a una psicóloga de Harvard que estaba haciendo un estudio sobre el Nest
Syndrome, ese mal que aqueja a las madres cuando los hijos abandonan el nido.
Aquí, en Estados U nidos, esa fecha está dramáticamente marcada en el
calendario. Madres y padres saben que cuando los hijos cumplen los diecisiete,
la edad habitual a la que se entra en la universidad, los perderán en gran
medida para siempre. Los perderán. Mi profesora de pilates era hermana de esta
académica de Harvard y, habiéndole contado mi caso, que nos habíamos venido a
Nueva York dejando nosotros a los chicos en nuestro país, estaba interesada en
hacerme una entrevista. Mi caso era el de una madre que abandona el nido antes
que su hijo. Escribir esta frase me duele.
Aunque evidentemente era así, me
sentí de pronto culpable o dolida o pillada en falta y le dije a la monitora de
pilates que no tenía sentido que prestara mi testimonio a su hermana; al fin y
al cabo, una madre española no abandona jamás a su hijo porque no existe una
separación abrupta como ocurre en las familias americanas. Por el camino de
vuelta a casa lo medité y finalmente acudí a la cita de la psicóloga. Su
despacho estaba en una de esas preciosas edificaciones de no más de cuatro
pisos que hay en el Upper East, frente a Central Park, en la Setenta y tantos.
El lugar donde el cine nos ha hecho situar siempre a los psicoanalistas. Pero
aquí no había diván sino dos sofás en ángulo.
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