Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

EL LIBRO


Extraterritorial, George Steiner, p. 164

Le Livre depende también de referencias culturales compartidas. Las fuentes del conocimiento literario eran naturalmente grecolatinas y helenístico-cristianas, y, desde Caxton hasta Sweeney entre los ruiseñores de T. S. Eliot, vitales para esa literatura. Tanto el libro como la respuesta del lector son el resultado de hábitos precisos y elaborados. Existe un pacto de reconocimiento previo entre el libro y el lector. El autor tiene a su disposición un arsenal indispensable de referencias: la Biblia y los clásicos, la literatura anterior, un amplio pero definido lenguaje de referencias históricas y filosóficas. Y da por sentado un reflejo consensual, de mayor o menor precisión pero inmediato, que hace que su lector reconozca los ruiseñores, el bosque ensangrentado donde cantaron y los penetrantes gritos de Agamenón. También presupone que el lector conoce procedimientos retóricos como la analogía o la metáfora. Su libro entra en un territorio de ecos preexistentes.

Este efecto de resonancia también tiene bases sociales y económicas  específicas. El nivel de vocabulario y control gramatical implícito en la práctica tradicional de la lectura es casi por definición una adquisición de elite e inseparable de cierto nivel privilegiado de educación y desarrollo verbal. Pero esa coincidencia de ecos  del que dependía la autoridad y eficacia del libro estaba más allá de la enseñanza. Un conjunto de referencias compartidas implica, por cierto, un sistema de valores sociales y filosóficos. La economía enunciativa que hace posible determinado estilo literario, al igual que el cuestionamiento de dicho estilo por otros escritores, tiene su raíz en gran cantidad de convenciones sociales y psicológicas implícitas aunque previamente acordadas. Esto se aplica particularmente al público letrado entre la época de Montesquieu y Mallarmé. El tipo de público letrado que los escritores tenían en mente refleja claramente una determinada estructura social. Tanto los medios lingüísticos como la gama temática de los libros -en resumidas cuentas, el universo semántico de autores y lectores- representaba y contribuía a perpetuar las relaciones jerárquicas de poder de la sociedad occidental.


STEINER


Extraterritorial, p. 49

Aun cuando dejemos de lado que una obra artística o literaria pueda afectar al público de modo impredecible, que una obra teatral o determinado cuadro puedan despertar en un hombre la compasión y en otro el odio, actualmente tenemos suficientes pruebas de que la sensibilidad y la producción artísticas no representan un obstáculo para la barbarie. Está comprobado, aun cuando nuestras teorías sobre la educación y nuestros ideales humanísticos y liberales no lo hayan comprendido, que un hombre puede tocar las obras de Bach por la tarde, y tocarlas bien, o leer y entender perfectamente a Pushkin, y a la mañana siguiente ir a cumplir con sus obligaciones en Auschwitz y en los sótanos de la policía. El carácter civilizado de la cultura en Ruskin y la confiada identificación de Sartre de la literatura con la libertad son insostenibles. Quizás eran ingenuos, ya que muchas obras de arte, música y literatura florecieron con el mecenazgo de tiranías. En lo que se refiere a la literatura moderna, basta pensar en las posiciones políticas de Yeats, T. S. Eliot y Pound para hacer frente a la incongruencia entre la creación poética de primer nivel y el humanismo radical y libertario en el que pensaban Ruskin y Sartre. Y, en un caso (aunque, como lo señalaré, existe otro todavía más desconcertante), una de las formas más extremas de barbarie política coincidió con una obra que un número considerable de críticos ubican en la vanguardia de la literatura moderna.

La verdad sobre Louis-Ferdinand Céline merece ser recordada, aunque sólo sea por las falsificaciones, las verdades a medias y el misterio con los que sus apologistas enturbian nuestra visión. En 1937 Céline publicó Bagatelles pour un massacre, donde clamaba por la aniquilación de todos los judíos de Europa describiéndolos como basura, como bazofia subhumana de la que había que deshacerse si se deseaba que la civilización recobrara su energía y se mantuviese la paz. Si exceptuamos ciertas obras panfletarias publicadas en Europa oriental a finales del siglo pasado y relacionadas con la falsificación de los llamados “Protocolos de Sión”, la obra de Céline fue la primera manifestación pública de lo que sería la «solución final» de Hitler. Un segundo tratado antisemita, L'école des cadavres, apareció en 1938. Les beaux draps, publicado en 1941, reafirma la convicción del autor de que la derrota y las desgracias de Francia fueron resultado directo de las intrigas judías, la estupidez judía y la reconocida asquerosidad de las influencias judías y sus complots en las altas esferas. En 1943, cuando hombres, mujeres y niños judíos eran deportados desde todos los rincones de Europa occidental para ser torturados hasta la muerte y convertidos en cenizas anónimas, Louis- Ferdinand Céline vuelve a publicar Bagatelles pour un massacre, acompañando la obra con adecuadas fotografías antisemitas.


INCIPIT 1.168. EL FIN DEL AMOR / MARCOS GIRALT TORRENTE


Nos RODEABAN PALMERAS

... RECUERDO LOS PRIMEROS MOMENTOS. Hay una escena que regresa con frecuencia a mi memoria, aunque resulta arbitrario resaltarla.

Apenas quedaba una hora de luz. Pusimos las maletas en un rincón y miramos alrededor. La exótica pobreza de nuestro alojamiento (no más de ocho metros cuadrados con una ventana cubierta con tela de saco y dos colchones viejos de gomaespuma sobre sendos camastros de madera y cuerda trenzada) habría merecido un comentario, pero hablé animado por la novedad de estar solos:

-Es una pena la compañía.

-Ten cuidado, te pueden oír.

Marta se había agachado y buscaba algo en su maleta, y no repliqué hasta que se incorporó:

-Olvidas que no hablan español.

Tenía en una mano una tela coloreada que habíamos comprado el día anterior, y en la otra la mosquitera de la  que no nos desprendíamos desde el comienzo del viaje. La tendió hacia mí.


INCIPIT 1.167 LLEVAME A CASA / JESUS CARRASCO


Podría haber estado junto a su padre la noche en que murió pero, en cierto modo, Juan Álvarez prefirió no hacerlo. No es que eligiera estar lejos de él en ese momento crucial. Simplemente siguió con lo que tenía entre manos sin considerar urgentes los sucesivos avisos que su hermana Isabel le había ido enviando durante las semanas previas hasta que, llegado un momento, dejó de informarle. Juan, embriagado por los aromas de la turba fresca, interpretó aquel silencio como una señal de que las cosas iban mejor en lugar de lo contrario y siguió a lo suyo: cuidar de la colección de rododendros del jardín botánico de la ciudad de Edimburgo. Su padre en un hospital público de Toledo, separado del compañero de habitación por una endeble cortinilla de tela tiesa, y él, a dos mil cuatrocientos kilómetros al norte de su cama, recogiendo pétalos caídos sobre el suelo oscuro.


INCIPIT 1.166. DELATORA / JOYCE CARLO OATES


Delatora

Desaparece. Vete al infierno, ¡chivata!, ¡delatora!

No vas a tener más oportunidades de delatar a nadie.

Como lo oyes, no se te dará otra oportunidad.

No has tenido más que una, la primera.


INCIPIT 1.165. LA NINFA CONSTANTE / MARGARET KENNEDY


EL CIRCO DE SANGER

En la época de su muerte, el nombre de Albert Sangex era apenas conocido por el público filarmónico de Gran Bretaña. Entre los muy pocos que habían oído hablar de él, existían varios que le llamaban Sangé, a la manera francesa, por su poca inclinación a suponer que a veces nacen en Hammersmith grandes hombres.

Allí, sin embargo, fue donde nació, de padres de la baja clase media, en la segunda mitad del siglo XIX. El mundo entero lo supo tan pronto como murió y fue sepultado. Los ingleses, al descubrir un nuevo patrimonio, se excitaron en extremo; parecía que se había hablado mucho de Sanger en el resto del mundo. Sus pretensiones a la inmortalidad fueron empeñosamente estudiadas por personas que abrigaban la esperanza de tener muy pronto una oportunidad de escuchar sus obras. Se descubrió que su idioma era anglosajón, que podía demostrarse no era atín, ni gótico, ni eslavo. Las columnas necrológicas hablaban de la alegre sencillez de sus ritmos, un rasgo inequívocamente nacional que, declaraban, debía remontarse a Chaucer. Lamentaban la muerte de otro profeta sin honores en su patria.

Pero el público británico no era del todo culpable; pocos son los que pueden admirar sinceramente una pieza de música que jamás han oído. Durante la vida de Sanger sus obras nunca fueron ejecutadas en Inglaterra. Esto era en parte culpa suya, porque no componía más que óperas, y en escala particularmente grandiosa. Su representación era una empresa de riesgo, aun en las condiciones más promisorias; y en Inglaterra, las condiciones en que se estrena una ópera jamás son promisorias. La prensa sugería que otros compositores tampoco habían sido repetidamente escuchados en Londres, Mientras Sanger languidecía en un pequeño limbo del olvido. O no era precisamente así. El limbo no era tan pequeño.


AA


Iluminada, Mary Karr, p. 298

Una mujer sale a la palestra y dice que su poder superior la ha ayudado a asistir a una boda de la familia sin probar ni gota de alcohol, a pesar de que sus beodos parientes intentaron obligarla a tragar toda clase de cócteles, y yo a duras penas contengo el impulso de salir pitando de alli. Poder superior mis cojones, oigo decir a mi padre, y La Iglesia es una estafa para !os pobres. Miro de reojo al profesor de clásicas, que levanta los pulgares como si la mujer hubiera marcado un touchdown, y pienso: ¿En qué clase de mundo de fantasía me he metido, que los ricos piden consejo a los pobres? En cualquier momento podría levantarse un predicador con una serpiente en la mano y arrancarse a bailar mientras su esposa menor de edad pasa la gorra. Me echo más crema en las manos y me quedo sentada en el filo de la silla igual que un pajarillo encaramado a un cable.

El tipo de delante apela a una señora con traje de Chanel rematado con botones dorados y largas cadenas colgantes. Parece sacada de las páginas de una revista de ocio para ricachones. Relata que solía esconder la botella de vodka dentro de un pavo que guardaba en el congelador del sótano. Mientras cocinaba, bajaba, la sacaba y pegaba un lingotazo. Y su familia, que había intervenido ya dos veces, revolvía cestas de ropa sucia y roperos, buscando sin éxito el alijo. Hasta que una noche, nos cuenta con voz quebrada, se había formado tanta escarcha que no fue capaz de extraer la botella y tuvo que levantar al pavo entero y beber de él.

Dice: Y ése fue mi momento de lucidez, el momento en que pensé: La gente no bebe de esta manera. En vez de despreciarla por sus pecados cual institutrices, los presentes se parten de risa -yo incluida- mientras ella esboza una sonrisa de asombro. Y, como yo nunca he bebido vodka de un ave congelada, me digo que a esta puta loca no le llego ni a la suela de los zapatos.

Otro fulano cuenta que enterró muchas botellas en el jardín de la casa de su madre justo antes de que lo obligaran a desintoxicarse. Recién salido de la cliníca, sólo tenía que esconderse una pajita dentro del bañador. Cogía una toalla, el aceite bronceador y salía, con la excusa de tomar el sol. Su madre lo espiaba todo el día a través de la puerta corredera y se quedaba de una pieza cuando a última hora de la tarde lo veía entrar haciendo eses, borracho perdido y colorado como un cangrejo. Más carcajadas, y oigo cómo me sumo al clamor general, porque este grupo está más vivo y monta más bullicio que la concurrencia  de la mayoría de discotecas.

¿Fue en esta misma reunión donde un hombre contó la historia de cuando intentó ahorcarse? La soga no estaba en condiciones y al anochecer su mujer abrió la puerta del garaje y se lo encontró borracho perdido.


El suicidio de madame Bovary.


Imaginar el mundo, Vargas Llosa, p. 72
el suicidio de madame Bovary. Por una extraña razón que seguramente un psicoanalista podría explicarme ... bueno, tengo un yerno que es psicoanalista, tal vez un día podría explicármelo: ¿por qué un episodio que es de una tristeza tan atroz, como lo es el del suicidio de madame Bovary, cuando ella se traga el arsénico y hay esa descripción verdaderamente estremecedora de lo que ocurre con la cara, la lengua, la boca de madame Bovary, es un episodio que a mí me saca de la tristeza, me saca de la desmoralización y me produce una especie de reconciliación con la vida? N o estoy bromeando, es verdad. En periodos de enorme depresión en mí vida, he ido a leer el episodio del suicidio de madame Bovary, y es tanta la perfección, la maestría, la belleza con que está descrito ese horror que siento como una inyección de entusiasmo y una justificación de la vida. Siendo así, la vida vale la pena ser vivida, aunque sea para leer la maestría semejante a la que hay en esas páginas de extraordinaria lucidez, inteligencia, destreza, intuición, con que ha podido redondear un episodio que, contado en seco, produce un rechazo, un disgusto, un desagrado de la vida. 

Tenochtitlán


Imaginar el mundo, Carlos Fuentes, p. 64

Cuando llegaron los españoles, la Ciudad de México, Tenochtitlán, era una de las ciudades más grandes del mundo. Los españoles habían encontrado aldeas en el Caribe, pueblos dispersos, pero al ascender a la Ciudad de México en 1519 se encontraron con una ciudad de medio millón de habitantes. Berna! Díaz del Castillo lo describió muy bien cuando dijo que era una ciudad muy grande, con un comercio y una actividad política que la convertían en una metrópoli comparable a cualquiera de Europa. La conquista de México fue terrible. Se trató de un acto de sangre y de demolición de la cultura previa, que fue sustituida por la nueva. Caminar por El Zócalo es una experiencia muy conmovedora porque dices: donde está la catedral estaba el teocali del templo azteca; donde está el palacio de los virreyes, que hoy en día es el palacio presidencial, estaba el palacio de Moctezuma; donde está el ayuntamiento de la Ciudad de México estaba el lugar donde Moctezuma tenía enanos, jorobados, albinos y pavos reales. Esa sí que era toda una ciudad proliferante, inmensa y vital, que Hernán Cortés decidió destruir para crear una ciudad nueva, que es la ciudad que conocemos y queremos, pero que también contiene la ciudad que lamentamos. Lamentamos la pérdida de esa ciudad antigua que es Tenochtitlán. Ha habido excavaciones que van hasta lo profundo de la plaza de la Constitución, del Zócalo, donde vemos las huellas de la vieja cultura. Sabemos que la catedral de México está construida con las piedras de las pirámides aztecas. De manera que hay ahí una especie de melancolía, de sentido de la pérdida, de gusto y de gloria por lo que se hizo después, que nos convierte a los mexicanos en seres muy conflictivos, porque cargamos sobre las espaldas una cultura muerta que, sin embargo, tenía una gran poesía, una gran arquitectura y muchas cosas maravillosas que afortunadamente entraron en gran medida al mestizaje mexicano. México es un país mestizo: solo hay  un 10 por ciento de gente blanca, un 10 por ciento de indígenas puros y un 80 por ciento de mestizos. Yo creo que el mestizaje es lo que nos permite admitir el pasado que no tuvimos o que tenemos solo en la memoria, y un presente conflictivo; los mexicanos vivimos en varios tiempos y por eso es muy fácil escribir novelas en México. Uno se ubica en el presente, pero el pasado toca la puerta y el futuro asoma las narices. Tenemos constantemente la multiplicidad del tiempo, la coexistencia de tiempos como una realidad, que no es una invención literaria, sino una realidad mexicana. ¿Por qué los pueblos se llaman San Juan Atotonilco o San Juan Chinameca? ¿Por qué tienen el nombre español cristiano y el indígena? ¿Por qué tenemos tantas añoranzas de un mundo desaparecido? ¿Por qué nos cuesta tanto modernizarnos? ¿Por qué nuestra modernidad a veces suena hueca? ¿Cómo nos acoplamos a un pasado tan difícil y conflictivo como el de México? Yo escribo novelas a ver si esfumo un poco mis propios fantasmas, pero creo que en el cine, en la pintura y en la música mexicanos se encuentra siempre ese conflicto entre el mundo desaparecido, el mundo por aparecer y el presente del que se hacen las cosas.


INCIPIT 1.164. RUTA DE ESCAPE / PHILIPPE SANDS


Roma, 13 de julio de 1949

La dolencia del hombre de la cama nueve era grave. Una fiebre intensa y una afección hepática aguda le impedían comer y no le dejaban centrarse en los objetos de ambición y deseo que le habían motivado durante toda su vida. Las breves anotaciones que había registradas al pie de la cama apenas ofrecían información, y gran parte de esta era inexacta: «El 9 de julio de 1949 ingresó un paciente llamado Reinhardt.

La fecha era correcta; el apellido, no. Su verdadero apellido era Wachter, pero, de haberse utilizado, habría alertado a las autoridades de que al paciente, un alto mando nazi, se le buscaba por asesinato masivo. Antaño había sido la mano derecha de Hans Frank, gobernador general de la Polonia ocupada, ahorcado tres años antes en Núremberg por la matanza de cuatro millones de seres humanos. También Wachter estaba acusado de asesinato masivo, concretamente del fusilamiento y la ejecución de más de cien mil personas. Era una estimación a la baja.

«Reinhardt” había huido y se encontraba en Roma. Se creía perseguido por los estadounidenses, polacos, soviéticos y judíos por genocidio y crímenes contra la humanidad. Esperaba llegar a Sudamérica.


INCIPIT 1.163. AZAÑA / JOSEFINA CARABIAS


INTRODUCCIÓN

Cuando se cumplen cien años de su nacimiento en Alcalá de Henares y cuarenta de su entierro en Montanhan (Francia), la figura de Manuel Azaña, nunca olvidada pero sí escarnecida durante decenios, vuelve a inspirar respeto y hasta admiración.

Para quienes le conocimos y hasta le tratamos durante varios años, es un deber contar cómo era, o cómo nos parecía, aquel hombre poco común que, habiendo vivido cincuenta años en una relativa oscuridad, dentro de un círculo reducido  de intelectuales, dio en sólo los diez años siguientes el salto a la fama más extensa, conoció el sabor del triunfo, la mordedura de la calumnia y, finalmente, un doloroso calvario.

Esto que tiene el lector en sus manos no es una biografía más de Azaña. Es sólo un modesto testimonio de primera mano, que puede servir a sus biógrafos. Se ha hablado de «los dos Azañas». A mí, desde que le conocí, antes de que fuera conocido en España y en el mundo, hasta que le perdí de vista, siempre me pareció uno solo. Un hombre más humano de lo que él dejaba ver, con más corazón del que mostraba y con no pocas contradicciones dentro de sí mismo.


NEGRIN


Azaña. Josefina Carabias

Negrín, ¡al fin era jefe!

Más tarde, cuando Negrín se hizo con el poder, Azaña se sintió optimista. Nunca se habían llevado demasiado bien. Eran temperamentos distintos, pero a Azaña le gustaba tener aliado un hombre de poderosa inteligencia, de gran cultura, capaz de olvidarse de todas las demagogias y camaraderías del comienzo de la guerra para comportarse ante él como se comporta un verdadero jefe de Gobierno ante un jefe del Estado, y que demostró desde el principio la energía suficiente para dar la batalla a los anarquistas y acabar con la situación caótica de Barcelona.

Negrín convirtió el Ejército Popular casi en un ejército regular. Para ello se apoyó en los comunistas, que eran los únicos capaces de someterse a una disciplina. El doctor Negrín no era comunista, aunque algunos le hayan presentado como agente de Rusia. La frase «Yo me aliaré con el diablo si el diablo me puede ayudar a ganar la guerra” no fue Churchill el primero que la pronunció; fue Negrín. Del mismo modo, cuando a él, socialista -y no muy ortodoxo-, se le acusaba de dar demasiadas alas y apoyarse mucho en los comunistas, respondía:

-No tengo otro remedio. Los comunistas son los únicos que «me funcionan” con disciplina. Saben obedecer y esto ya es mucho en las circunstancias en las que nos encontramos.

Azaña estuvo durante algún tiempo contento con Negrín. Era la primera vez que se encontraba tratando con un hombre de inteligencia comparable con la suya. Pero el total desconocimiento, por parte de Negrín, de la Ciencia Jurídica -¡nadie se acordaba ya de eso más que Azaña!- e incluso de los mecanismos de la política, así como su dureza y terquedad, dificultaban, a veces, las conversaciones entre ellos. Obsesionado siempre con la idea de conseguir una paz honorable, a Azaña le agradaba tener como jefe del Gobierno a un hombre de talla internacional, que podía salir de España y entenderse directamente con los estadistas extranjeros sin necesidad de intérprete. Hablaba correctamente siete u ocho idiomas, incluso el húngaro y el checoslovaco. Confiaba en que hasta los alemanes le habrían escuchado con respeto porque tenían noticias de sus méritos como científico. Con un hombre así -totalmente desprovisto del espíritu aldeano tan característico de los políticos de la República y de tantos otros políticos de todos los tiempos- sería más fácil conseguir lo que realmente nunca se había intentado con eficacia. Sin embargo, pronto surgieron las desavenencias. Ni Azaña podía convencer a Negrín de que, estando perdida la guerra, había que hacer todos los sacrificios que fueran necesarios por conseguir la paz cuanto antes, ni Negrín podía convencer a Azaña de que lo importante era organizarse, a costa de lo que fuese, para “ir tirando” hasta que empezara la guerra europea, que estaba muy próxima.


El vestuario de don Manuel


Azaña. Josefina Carabias

Algún tiempo después, cuando ya estaba recogiendo sus cosas para marcharse, doña Lola le dijo al bueno de Paco Galicia:

-Como yo sé que se va a marchar usted a España y que, aunque se quedara aquí, también tendría que pasar estrecheces porque hay falta de todo y también de dinero ... en fin ... no sé cómo decírselo ... Yo tengo ahí un armario lleno de cosas de mi marido. Trajes, abrigos, camisas ... Todo nuevo. Lo interior está sin estrenar. Usted es el único de todos los amigos que tiene su misma talla ... Si no le importara ... En fin, Paco, disculpe si no le parece bien lo

que le digo.

A Paco Galicia, que era tan sentimental, se le llenaron los ojos de lágrimas.

-¿Qué me dice? ¿Que me va usted a dar la ropa de don Manuel? Pero ¡ésa es la mayor alegría que me puede usted dar! ¡El mejor recuerdo! Lo llevaré con mucho orgullo, con un cariño enorme ... ¡Se lo agradeceré siempre ... !

-Muchas gracias, Paco, muchas gracias. Ya sé lo que usted le quería.


AZAÑA


Azaña, Josefina Carabias, p. 315

«No se aceptan regalos»

En París, uno de los que habían sido amigos suyos y que había abandonado definitivamente España porque encontró medios de vIda fuera y se hallaba en buena situación económica, me dijo un día:

-Ha venido Fulano [no recuerdo quién era] y me ha dicho que hace poco le invItó a comer don Manuel y que le dio bastante pena ver que en su mesa faltan muchas cosas de las que a él le gustaban. Me gustaría que acompañaras a mi mujer a encargar unos paquetes para hacérselos llegar, como regalo. Tú sabes qué cosas les gustan a él ya su mujer.

Estuvimos en Chez Fauchon, la mejor tienda de comestibles de París en la plaza de la Magdalena. Elegimos los mejores cafés, las más bellas frutas en dulce, los frascos de foie gras trufado, varias cajas de finísimas galletas, y pastas para el té, azúcar, miel, mermeladas, latas de té para un par de años, leche en polvo, mantequilla salada, quesos de todas clases ... Sin embargo, conociendo como conocía algo al personaje, yo me imaginaba que, a pesar de tratarse de cosas que le eran muy gratas, Azaña no consideraría oportuno el envío.

En efecto, algún tiempo después supe, por otro amigo de la familia que había querido hacer tan espléndido regalo, lo decepcionante que había sido el acuse de recibo: «Agradezco muy sinceramente su envío de víveres, pero debo decirles que les han informado a ustedes mal. Yo no carezco de nada de lo indispensable porque en las circunstancias actuales lo indispensable es muy poco y las apetencias son mínimas. He hecho, pues, entrega de sus obsequios a los  establecimientos que cuidan niños, ancianos y convalecientes. Por las notas adjuntas verán que todo ha sido bien recibido y espero que, en lo sucesivo, sus obsequios sean enviados directamente adonde más falta hacen, a fin de ganar tiempo”.

Quien fue capaz de devolver un lote maravilloso de libros que le envió Pérez de Ayala desde Londres en un momento que le pareció inoportuno -en lugar de habérselos enviado mientras estaba preso- no era hombre capaz de aceptar las costosas exquisiteces, aunque algunas de  ellas no fueran enteramente superfluas, que le enviaban quienes podían permitirse hacer tales obsequios, mientras los niños y los enfermos en España pasaban hambre.


INCIPIT 1.162. DAVID BOWIE / RAMIRO SANCHIZ


A los once años el autor de este libro quería ser Isaac Asimov.

El origen de ese deseo está en un pasaje de la tercera autobiografía del autor de Fundación: tras leer un relato de uno de sus contemporáneos, cuenta Asimov, sintió que él también podía hacer eso y que él, de hecho, podía hacerlo mejor. Y yo también puedo, pensé.

Pero tres años después ya no quería ser Asimov. Había escuchado “Break on Through”, visto ya no sé cuántas veces la película de Oliver Stone (The Doors, 1991) y decidído que, ahora, quería ser Jim Morrison. A diferencia de Asimov, de hecho, Morrison sí tenía una imagen que valía la pena copiar. N o importaba que en el fondo fuese imposible alcanzar un parecido físico; el corte de cabello, la mirada, la expresión, los pantalones de cuero y las blusas blancas eran suficiente, junto a hablar con pasión de algo llamado poesía, leer a Huxley y a Blake y planear la búsqueda de hongos alucinógenos en el remoto Este uruguayo.

Y quizá en el fondo sí entendí (o sigo creyendo haber entendído) qué era la poesía, a qué sonaba, cómo se sentía. Gracias a mi imitación de Morrison. Gracias a esa pequeña influencia o contaminación.


1.161. EN MOVIMIENTO / OLIVER SACKS


Cuando, durante la guerra, siendo aún un niño, me mandaron a un internado, me invadió una sensación de confinamiento e impotencia y lo que más deseaba era movimiento y poder, libertad de movimiento y poderes sobrehumanos. Disfrutaba de ambas cosas, al menos durante un rato, cuando soñaba que volaba, y, de una manera distinta, cuando iba a montar a caballo por el pueblo que había cerca de la escuela. Adoraba el poder y la agilidad de mi montura, y todavía puedo evocar sus movimientos desenvueltos y ufanos, su calor y el dulce olor a heno.

Pero, sobre todo, me encantaban las motos. Antes de la guerra, mi padre tenía una: una Scott Flying Squirrel, con un gran motor enfriado por agua y un tubo de escape divertidísimo, y yo también quería una moto poderosa. En mi cabeza se mezclaban imágenes de motos, aviones y caballos, y también imágenes de motoristas, vaqueros y pilotos, a los que imaginaba controlando de manera precaria pero jubilosa sus poderosas monturas. Mi imaginación infantil se alimentaba de películas del Oeste y de combates aéreos heroicos: veía cómo los pilotos arriesgaban su vida en sus Hurricanes y Spitfires, protegidos tan sólo por sus gruesas chaquetas de vuelo.


INCIPIT 1.160. PEQUEÑO LIBRO DE UNA GRAN MEMORIA / LURIA


Este pequeño libro sobre una gran memoria tiene una larga historia.

En el transcurso de casi treinta años, el autor pudo observar sistemáticamente a un hombre cuya prodigiosa memoria figura entre las más potentes jamás descritas.

Durante esos años fueron recopilados numerosos datos que nos han permitido no sólo estudiar las principales formas y métodos de esa memoria, de hecho ilimitada, sino describir además las peculiaridades fundamentales de la personalidad de este notable individuo.

A diferencia de otros psicólogos que se han ocupado de investigar el fenómeno de la memoria, el autor del presente trabajo no se limitó a medir su alcance y estabilidad, ni a describir los procedimientos utilizados por el sujeto para memorizar y reproducir los datos propuestos.


Heroes (1977).


El retorno de Bowie a las portadas de sus discos es llevado a cabo a través de una imitación de dos obras del pintor expresionista Erich Heckel. Una de ellas, un óleo de 1917 titulado Roaquairol, había servido de modelo a Iggy Pop para la carátula de The Idiot; el gesto replicado por Pop (y en menor medida por Bowie) es la posición forzada de los brazos, en una suerte de parodia de un autómata, una marioneta o un robot. La otra es un grabado de 1910, Hombre joven, que se parece más claramente a la portada de «Heroes” en la presentación en semiperfil, ligeramente inclinado hacia abajo. Bowie exagera el gesto y añade una mirada fija, esta vez con la diferencia entre sus pupilas bien resaltada, y añade una   referencia a la pintura de 1917 levantando el brazo izquierdo con los dedos extendidos y juntos, el pulgar orientado hacia fuera, casi perpendicular. La mano derecha queda apretada contra el pecho, un poco más arriba del área del corazón, como si Bowie apuntara más bien a significar desde su tráquea: un órgano hueco, vehículo del aire, en lugar de la compleja maquinaria de alma y sangre que lee la cultura occidental en el corazón. El fondo es una vez más un espacio abstracto, ensombrecido, con las partes más iluminadas bordeando el rostro de Bowie. Los rótulos del título y del nombre van colocados arriba, a la derecha de la imagen, casi tocando la mano izquierda de Bowie, y su tipografía evoca la Alemania del expresionismo y de la república de Weimar, continuando el tema estético de la portada de Station to Station. La mirada vacía o libre de emociones, pero también intensa y concentrada, termina por ganarle a la extraña posición de los brazos el foco de nuestra atención: Bowie está allí, ha vuelto al espacio de sus portadas, pero de manera descolocada, problemática y estetizada, en Low y Lodger -esta última yuxtapuesta a la imagen interior de Aladdin Sane-, ensamblando un cuerpo híbrido de Bowie en 1973 y Bowie en 1979. Al Bowie Pierrot, entonces, y al Bowie real (o a su sombra) se le suman rostros del pasado, particularmente los de los tres álbumes anteriores, como si Scary Monsters and Super Creeps sirviera de reunión, unión o fusión de las entidades pasadas (aunque es una unión forzada, de superficies que se rasgan y separan). Ya no tenemos, entonces, apenas un Bowie (o ninguno, o siquiera un personaje) sino cinco (o seis, si contamos el detalle de Aladdin Sane). Bowie ya no es uno, sino que es muchos, casi literalmente un collage de identidades, y por una vez esta multiplicidad no está presentada diacrónicamente sino en sincronía, ocupando el mismo espacio

Let's Dance (1983).

 


El cambio más radical en la carrera de David Bowie tuvo su equivalente visual en la portada de su primer álbum de los ochenta, en la que aparece con su imagen de boxeador. Un Bowie bronceado, en forma, con el cabello platinado, contempla a su rival o sparring con mirada concentrada y amenazante. Nos asomamos a una escena en un espacio irreal, con su superficie de fondo altamente textura da, en la que se proyecta cinematográficamente la imagen de una ciudad (no muy diferente, por cierto, al fondo más remoto de la portada de Diamond Dogs) y contra la que el boxeador Bowie (cuyo cuerpo también queda invadido por la proyección) arroja una sombra más definida aún que la de Scary Monsters and Super Creeps. Por encima de todo esto el nombre de Bowie, marcadamente estilizado, ocupa el cuadrante superior de la  imagen en colores que tanto contrastan con el fondo como replican su textura. El título, por su parte, queda presentado bajo la forma de un esquema de pasos de danza, un algoritmo que sugiere que, con toda su pose «natural”, “física” o incluso “corpórea”, Let's Dance no deja de ser un artificio. Hay un simulacro de fondo; y hay una referencia al álbum anterior, resuelta quizá en la idea de una sombra siempre presente, un residuo inerradicable, un fantasma al que acaso esta vez Bowie se apresta a combatir, con su cuerpo bañado en una luz no tan diferente a la del fondo de Low (hecha la excepción de su hombro, cuello y brazo izquierdos, iluminados por un resplandor frío, azulado, que no queda claro de dónde proviene pero que parece delatar al espectro, a esa “seria luz de la luna” de la que habla la letra de la canción que da nombre al álbum y que sería, además, el nombre de la gira que lo llevaría por el mundo y lo harta tocar para su mayor audiencia hasta el momento).


Diamond Dogs (1974).


Hay una continuidad entre los álbumes de 1973 y 1974: el cabello de Bowie parece más o menos el mismo en las tres portadas. Pero si en Aladdin Sane nos encontrábamos ante un replican te en estasis y si en Pin Ups ante el falso contacto de dos ficciones y dos máscaras, en Diamond Dogs la salida hacia el afuera de lo humano, como en los cuentos de mutantes de sus primeras canciones, está marcada por la fusión con lo animal. Si se abre el álbum se descubre que la imagen de la portada continúa en la contraportada, y vemos a Bowie de cuerpo completo convertido en una suerte de centauro canino: al contrario que en el caso del Minotauro, la parte “inferior” es la animal, debidamente de acuerdo al orden antropocéntrico, mientras que la “Superior”es la humana; esto queda matizado por la posición del cuerpo, recostada en el suelo y apenas erguida la espalda (es decir, se descarta una posible apelación clara a la verticalidad, con la cabeza en posición superior); pero el rostro sigue siendo el de un ser humano o, mejor, el de la persona sintética de los últimos dos discos. Se trata, por cierto, de la primera vez en la discografía en que no encontramos una foto (por más que se haya tratado de fotos en algunos casos coloreadas o retocadas) sino una pintura (a cargo de Guy Peellaert), una instancia de representación que, más allá del código hiperrealista de su técnica de aerógrafo, propone un paso más hacia el artificio, por la manera en que quedan acentuados los músculos del cuerpo de Bowie. Y también se trata esta de una portada en la que Bowie aparece acompañado: al centro y a la derecha vemos otras dos criaturas híbridas o mutantes, basadas en Johanna Dickens y Alzoria Lewis, quienes se ganaban la vida en la década de 1930 como “atracciones de circo” en Caney Island. Si hasta Pin Ups el afuera de lo humano estaba representado por el superhombre nietzscheano o los extraterrestres, en Diamond Dogs se apela a una continuidad con lo animal y al mundo de los outsiders, a partir de peliculas como el clásico Freaks.


Pin Ups (1973).


Quizá convenía a la idea de un disco de covers en cuya portada el sujeto emisor de la música se representara junto a otro: en este caso Twiggy, icono pop de la década de los sesenta, precisamente esa de la que eran tomadas las canciones a versionar. Twiggy estuvo allí, en el spotlight, mientras Bowie todavía luchaba por tocar con una banda competente  o, mejor aún, lanzar un single que lograra entrar en top 20. El encuentro de Bowie y Twiggy en 1973 (después de que el primero mencionara a la segunda en la letra de “Drive-In Saturday” ese mismo año) era la unión de dos décadas, los sesenta y los setenta; pero, del mismo modo que las covers del álbum presentaban canciones mod disfrazadas de glam, también Twiggy es sometida a un formateo específico que, en lugar de mostrarla como aparecía en los sesenta, la vuelve otra. Después de Aladdin Sane encontrarnos con un Bowie ciborg no debería sorprender, pero hay un significado extra en el hecho de que Twiggy, a su lado en la portada, comparta los mismos artificios de efectos especiales que dibujan una máscara sobre el rostro, acentuada por el maquillaje claro que contrasta con la piel bronceada, al contrario de lo que vemos en Bowie, cuyo torso pálido choca con la barrera de la máscara dibujada para aparecer, del lado de adentro, con una tonalidad más oscura. Twiggy lleva el cabello cubierto de una manera que puede evocar la indumentaria de un astronauta imaginado en los años cincuenta, a la vez que exhibe un maquillaje más complejo que Bowie, que además del tono base de la piel y del dibujo en la máscara lleva apenas los ojos delineados. En este caso, la famosa diferencia entre los ojos de Bowie queda resaltada por el uso de una lentilla aplicada sobre el ojo izquierdo (el de la pupila permanentemente dilatada), que lo hace lucir de iris amarronado mientras el otro permanece de su celeste natural. La pose que forman ambas figuras es en última instancia tan significativa como el juego de las miradas y las expresiones; ambos miran hacia adelante, hacia el espectador, pero en el rostro de Bowie hay asombro, pasmo o incluso sorpresa, mientras que en el de Twiggy sólo se lee tedio, efecto apuntalado por su cabeza recostada sobre el hombro derecho de Bowie. Si bien el contacto queda sugerido, en lo que ofrece la mirada, en lo que dejan ver sus ojos, no hay una verdadera conexión, como si no fueran capaces de compartir el momento o, incluso, como si no estuvieran viendo lo mismo: uno es un fantasma (el del pasado, el del futuro incierto) para el otro, pero al final de alguna manera deberán haber sido siempre el mismo (¿no se preguntaban los periodistas de moda de los sesenta si Twiggy era un chico o una chica?). El fondo ha sido abstraído una vez más, en este caso con un color celeste que se aclara ligeramente hacia el borde inferior de la imagen, con las letras que forman el titulo del álbum presentadas en el alto contraste de un rojo intenso con detalles en amarillo.


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