Tal vez la pérdida lleve a alguien mucho más joven a dirigir
su mirada por primera vez a aquello que puede haber entre las personas a las
que separa una diferencia de edad muy grande pero une el afecto. El muerto era
un compañero con el cual seguramente no podían tratarse la mayor parte de los
temas ni los que a uno más le importaban. En cambio, la charla con él estaba
teñida de una frescura y de una paz que no se logra nunca con un coetáneo. Y
esto tenía dos causas. Por un lado, cualquier acuerdo, aun el más insignificante,
que lograban por encima del abismo generacional era mucho más concluyente que
el que se da entre iguales. Por el otro, el más joven encontraba aquello que
después, cuando lo abandonan los ancianos, desaparece totalmente hasta que él
mismo se vuelve viejo: una conversación a la que le son ajenos todo cálculo y
toda consideración externa porque ninguno espera nada del otro, ninguno se
encuentra con otro sentimiento que con el poco frecuente del afecto sin ningún
añadido.
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