La serpiente emplumada, DH Lawrence, p. 105
Las mujeres eran también lo
mismo. Con sus largas faldas y los pies descalzos, el gran chal oscuro que se llama
rebozo a la cabeza y ajustado a los hombros, hacían el efecto de ser la imagen
de la sumisión salvaje y de encarnar esa feminidad primitiva del mundo tan conmovedora
y tan lejos de nosotros. Muchas de ellas arrodilladas y arrebujadas en los
rebozos azules, se agrupaban en una iglesia sombría, poniendo la nota clara de
sus faldas en el suelo y orando con devoción temerosa y extática. El
espectáculo de una de estas iglesias llenas de mujeres humilladas implorando
alguna gracia, acurrucadas como seres no creados, le causaba a Kate repugnancia
y al mismo tiempo cierta ternura.
Tenían el pelo negro y mal
peinado, casi siempre lleno de liendres; solían llevar a los chiquillos
colgados como una calabaza en el chal terciado en los hombros, los pies y
piernas siempre sucios, y se movían con ondulación de reptil bajo las largas
faldas de algodón, también sucias. Y los ojos oscuros de los seres a medio
crear, dulces, suplicantes pero con una vislumbre de insolencia. Y una especie
de temor de no ser capaces de llegar a la completa creación, unido a la recelosas,
estos grandes y más temerarios. Pero los ojos de todos, sin pupila, semejaban
el abismo donde se conservaba todo el mal y toda la insolencia.
Y a veces se preguntaba si
América no sería el gran continente de la muerte, la gran negación frente a la afirmación
de Europa, de Asia y hasta de África. ¿Sería efectivamente el gran crisol donde
se fundían los hombres de los continentes creadores, no para una nueva creación
sino para mezclarse en la homogeneidad de la muerte? ¿Sería esta la razón de
ser de América? ¿Era el continente de la muerte; el destinado a destruir todo
lo que crearon los demás continentes; aquel
cuyo espíritu luchaba pura y simplemente por alejarse de Dios?
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