Fin, KO Knausgard, p. 231
-En los años noventa tuvieron
problemas con los elefantes en África -dije-. No sé si había demasiados o qué
pasaba, pero lo cierto es que el gobierno puso en marcha un programa. Mataron a
tiros a todos los elefantes adultos, capturaron a las crías y las trasladaron a
otra región del país. Esos elefantes son ya adultos, y están muy traumatizados.
Son agresivos, fieros y asociales. Todos tienen síntomas de trastorno postraumático,
lo que significa que son sensibles. Vieron morir asesinados a sus padres, y los
elefantes reaccionan siempre cuando muere alguno de la manada, están fuera de
sí, se pasan varios días dando vueltas en torno al lugar donde se encuentra o
se encontraba el elefante muerto. También son muy sociales, de modo que cuando
las crías vieron morir a sus padres y luego fueron trasladadas solas a otra región,
se desequilibraron. No están bien. Están enfadados y son destructivos.
-¿Y qué quieres decir con eso?
¿Que soy sensible aunque mi piel sea gruesa? ¿O que una infancia traumática
deja huellas para siempre en la vida, ya seas un elefante o una cabra de Tromoya?
-Ni lo uno ni lo otro.
Simplemente se me ocurrió. Me impresionó. Y pensé que podría interesarte,
puesto que has escrito sobre trastornos de estrés postraumático.
-Resulta demasiado delicado para
mi gusto. Y tampoco estoy del todo seguro de que el hecho de que los elefantes
también lo sufran haga que el fenómeno sea más o menos importante.
-Más. Es universal.
-Bueno, entonces también limita
nuestra libertad de acción. Si los elefantes se traumatizan, también pueden
traumatizarse los árboles. Ahí están, deprimidos en el bosque después de que
ese bonito árbol que tenían al lado fuera cortado en Nochebuena. Por otra
parte, no hay nada que nos diga que no podamos mandarlo a freír espárragos.
Como dice Nietzsche, la compasión no hace sino aumentar el sufrimiento en el
mundo. En lugar de sufrir uno, sufren dos.
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