Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

PYN CHON


Esta bruma insensanta, Vila-Matas, p. 184
Me lancé a recordar una historia relacionada con Peter Messent, profesor de literatura norteamericana en la Universidad de Nottingham. Hizo su tesis sobre Pynchon y, como cabía esperar, se obsesionó por conocer al escritor que tanto había estudiado. Tras no pocos contratiempos, consiguió una breve entrevista en Nueva York con el autor de La subasta del lote 49, es decir, con Pynchon, y estuvo hablando con él a lo largo de un par de horas que él siempre recordó como muy intensas. Pasaron después los años, y cuando Messent se había convertido ya en el prestigioso profesor Messent, fue invitado en Los Ángeles a una reunión de amigos entre los que estaba el propio Pynchon. Para su gran sorpresa, el Pynchon de Los Ángeles no era en absoluto la misma persona con la que él se había entrevistado años antes en Nueva York, pero, al igual que aquél, conocía perfectamente incluso los detalles más insignificantes de su obra. Fue raro. Y, al terminar la reunión, Messent se atrevió a exponer su problema o dilema ante la existencia de dos Pynchon. Y Pynchon, o quien fuera que estaba ante él, sin turbarse lo más mínimo, dijo: “Entonces usted tendrá que decidir cuál es el verdadero”.

PROCES 2


Esta bruma insensata, Vila-Matas, p. 174
Me despedí de Vergés deseándole un gran viaje y, cerrando la puerta de su Ford Ka como quien cierra con suavidad los nueve círculos del infierno, me fui directo hacia el interfono de tía Victoria. Llamé. Subí hasta la cuarta planta de aquel edificio que colindaba con el hotel Astoria. Aún no había ni dejado la maleta en mi dormitorio y ya había oído, por parte de mi tía, una interpretación de lo que estaba pasando en la ciudad. A su entender, me dijo, lo proclamado la noche anterior en el Parlamento catalán había sido una declaración de independencia de naturaleza ambigua: era y al mismo tiempo no era una declaración. Eso explicaba que, a aquellas alturas del crepúsculo, aún no pudiera saberse qué había triunfado y qué no, y ni siquiera si había triunfado algo. En cualquier caso, dijo tía Victoria queriendo con esto resumirlo todo, el cielo de la ciudad hablaba por sí solo, porque no podía estar más infestado de helicópteros. Era el ruido del fin del mundo, añadió. Un ruido infernal, dije yo, sospechando por momentos que había salido de un laberinto para entrar en otro, porque era como si estuviéramos en Apocalypse Now, la adaptación al cine de El corazón de las tinieblas, de Conrad.
Barcelona, la gran ciudad neurasténica, admiración de tantos forasteros, situada en un lugar muy privilegiado del Mediterráneo, parecía haberse deslizado por un innecesario sendero de aldea vietnamita. Pero, llegando como llegaba yo de la carretera del infierno, la ciudad no acababa de parecerme tan horrible. A tía Victoria, sí. Minutos antes había encendido el televisor, me dijo, y le había desconcertado el discurso de Carles Puigdemont, porque éste había hablado no desde su despacho de Barcelona, sino desde su ciudad natal, Giro na, y había seguido reivindicándose como presidente de la Generalitat de Cataluña, pese a estar desde Madrid ya formalmente cesado junto a todo su gobierno.

PROCES 1


Esta bruma insensata, Vila-Matas, p.. 141
Mientras desayunaba, encendí la radio y no entendía de ningún modo qué podía estar ocurriendo: seguía todo muy apagado en Barcelona en cuanto a fiestas republicanas, porque no había alegría en las calles, ni acababa de celebrarse la llegada del nuevo Estado catalán, ni nada de nada. Empecé a preguntarme si no sería que la noche anterior los separatistas habían declarado la independencia y al mismo tiempo no la habían acabado de declarar. Y pronto vi que quizás no iba tan desencaminado. Poco a poco, a lo largo de aquella misma mañana, se empezó a comprobar que la proclamación de la República había sido una simulación, algo Con estructura de ficción, si acaso “un relato” -como lo llamaban los mismos políticos que lo habían inventado-, urdido por unos cargos públicos que buscaban primordialmente mantener la base de un electorado que les fuera fiel por mucho tiempo. Como parecía que se había repetido la proclamación en 1934 del Estado catalán –esta vez sin el dramatismo que comporta la pérdida de vidas-, era casi imposible no pensar en el famoso prólogo de El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, tan citado siempre y tan saturado de sentido: “Los hechos se repiten en la Historia, la primera vez como tragedia y la segunda como farsa”.

LA MUERTE


El Gatopardo, Lampedusa, p. 271 
De pronto en el grupo se abrió paso una joven dama: esbelta, con un vestido de viaje marrón de amplia tournure, y un sombrerito de paja cuyo velo moteado no alcanzaba a ocultar la gracia irresistible del rostro. Su manecita protegida por un guante de gamuza se insinuaba entre los codos de los que lloraban; pedía disculpas y se iba acercando poco a poco. Era ella, la criatura que siempre había deseado; venía a llevárselo; era extraño que siendo tan joven hubiera decidido entregarse a él; el tren debía de estar por partir. Cuando su rostro estuvo frente al suyo, levantó el velo y así, pudorosa, pero dispuesta a ser poseída, le pareció más bella aún que todas las veces que la había entrevisto en los espacios estelares.
El fragor del mar cesó por completo.

LA VIDA


El Gatopardo, Lampedusa, p. 268
No volvieron a sacar la butaca al balcón. Fabrizietto y Tancredi se sentaron junto a él y cada uno le cogió una mano; el muchacho lo miraba fijamente con la natural curiosidad de quien asiste a su primera agonía; solo eso; el que se estaba muriendo no era un hombre, sino un abuelo, cosas bastante distintas. Tancredi cogía con fuerza la mano y hablaba, hablaba mucho, hablaba entusiasmado: exponía proyectos a los que lo asociaba, comentaba la situación política; era diputado, le habían prometido la legación de Lisboa, conocía multitud de anécdotas secretas y sabrosas. La voz nasal, el vocabulario ingenioso dibujaban un superfluo friso sobre el torrente cada vez más atronador de la vida que lo abandonaba. El príncipe agradecía la charla, e intentaba, sin mayor resultado, apretarle también él la mano. La agradecía, pero no la escuchaba. Estaba haciendo el balance de pérdidas y ganancias de su vida, trataba de extraer de la inmensa montaña de cenizas del pasivo las diminutas briznas de oro de los momentos felices. Eran estos: las dos semanas previas a su casamiento, las seis siguientes; media hora cuando nació Paolo y se sintió orgulloso por haber añadido una ramita al árbol de la Casa de los Salina (ahora sabía que el orgullo había sido injustificado, pero no por ello la emoción había dejado de ser auténtica); ciertas conversaciones con Giovanni antes de que este se marchase, ciertos monólogos, a decir verdad, durante los cuales le había parecido percibir una afinidad espiritual entre ellos; muchas horas en el observatorio, entregadas a la abstracción de los cálculos y a la persecución de lo inalcanzable; pero ¿realmente podía incluir esas horas en el activo de su vida? ¿No eran acaso una dádiva anticipada de la bienaventuranza de la muerte? Pero lo importante era que hubiesen existido.

PRINCIPE DE SALINA


El Gatopardo, Lampedusa, p. 266
También estaban los nietos: Fabrizietto, el más joven de los Salina, tan hermoso, tan despierto, tan encantador.
Tan insufrible. Con su doble dosis de sangre Malvica, su gusto instintivo por la vida regalada, su inclinación hacia una elegancia burguesa. Era inútil que intentara convencerse de lo contrario: el último Salina era él, el escuálido gigante que en aquel momento agonizaba en el balcón de un hotel. Porque un linaje noble solo existe mientras perduran las tradiciones, mientras se mantienen vivos los recuerdos; y él era el único que tenía recuerdos originales, distintos de los que se conservaban en otras familias. Fabrizietto solo tendría recuerdos triviales, iguales a los de sus compañeros de instituto, recuerdos de meriendas económicas, burlas zahirientes a los profesores, caballos comprados más por el precio que por las cualidades; y el orgullo de llamarse Salina se transformaría en mera ostentación, amargada siempre por la sospecha de que otros pudieran ostentar más aún. Todos andarían a la caza de una buena dote, pero para entonces solo sería una routine establecida, no la hazaña predatoria que había realizado Tancredi. Los tapices de Donnafugata, los almendrales de Ragattisi, e incluso quizá la fuente de Anfitrite perderían su encanto y sus matices para correr la grotesca suerte de  metamorfosearse en terrinas de foie-gras pronto digeridas, y en mujercillas de Bata-clan aún más efímeras que sus afeites. En cuanto a él, solo se lo recordaría como el abuelo viejo y cascarrabias que cierta tarde de julio la había palmado justo a tiempo para arruinarle al chaval sus vacaciones en el balneario de Livorno. Había dicho que los Salina siempre seguirían siendo los Salina. Pero se había equivocado. Él era el último. Al fin y al cabo ese Garibaldi, ese  barbudo Vulcano, había logrado salirse con la suya.

SICILIA DURMIENTE


El Gatopardo, Lampedusa, p. 202
No sé por qué vía se habían enterado de que tengo una casa en la Marina, frente al mar, desde cuya azotea puede contemplarse el círculo de montes que rodea la ciudad; me pidieron autorización para visitar la casa y desde allí ver el panorama por el que, según se decía, merodeaban los garibaldinos, ya que ellos desde los barcos no podían observar bien sus movimientos. Vinieron a casa y yo mismo los acompañé al techo; pese a sus rojizas patillas, eran unos jovencitos ingenuos. Se quedaron extasiados ante el panorama, ante la violencia de la luz; sin embargo, confesaron que estaban espantados de toda la miseria, ruina y mugre que habían visto por el camino. No les expliqué, como acabo de hacerlo en su ca.so, que un fenómeno derivaba del otro. Luego uno de ellos me preguntó qué habían venido a hacer realmente en Sicilia aquellos voluntarios italianos. "They are coming to teach us good manners -le respondí-, but won't succeed, because we are gods” "Han venido a enseñarnos buenos modales; pero fracasarán, porque somos dioses." Creo que no entendieron; se echaron a reír y luego se marcharon. Lo mismo le digo ahora a usted, querido Chevalley: los sicilianos jamás querrán mejorar por la sencilla razón de que se creen perfectos; en ellos la vanidad es más fuerte que la miseria; toda intromisión de extraños, ya sea por el origen o -si se trata de sicilianos- por la libertad de las ideas, es un ataque contra el sueño de perfección en que se hallan sumidos, una amenaza contra la calma satisfecha con que aguardan la nada; aunque  una docena de pueblos de diversa índole hayan venido a pisotearlos, están convencidos de tener un pasado imperial que les garantiza el derecho a un entierro fastuoso. ¿De verdad cree usted, Chevalley, que es el primero que pretende encauzar a Sicilia en la corriente de la historia universal? ¡Quién sabe cuántos imanes mahometanos, cuántos caballeros del rey Rogelio, cuántos escribas de los suevos, cuántos barones de Anjou, cuántos legistas del Católico concibieron también esa hermosa locura! ¡Y cuántos virreyes españoles, cuántos funcionarios reformadores del reino de Carlos III! ¿Quién recuerda ahora sus nombres? Pero  su insistencia fue en vano: Sicilia prefirió seguir durmiendo; ¿por qué hubiese tenido que escucharlos, si es rica, sabia, honesta, si todos la admiran y la envidian, si, para decirlo en una palabra, es perfecta?

INCIPIT 921. EL ESCANDALO DE LOS WAPSHOT / JOHN CHEEVER


Comenzó a nevar en St. Botolphs a las cuatro y cuarto del día de Nochebuena. El viejo Sr. Jowett, el jefe de estación, salió al andén con su faro en la mano y lo sostuvo en alto. Los copos de nieve brillaban como limaduras de hierro en el rayo de luz, aunque en realidad allí no había nada. La nevada le alegró, le reanimó y le sacó –con toda el alma, al parecer- de su caparazón de preocupaciones y trastornos digestivos. El tren de la tarde llevaba ya una hora de retraso, y la nieve (cuya blancura parece formar parte de nuestros sueños, puesto que la llevamos con nosotros a todas partes) caía con tan generosa velocidad, con tal rapidez, que parecía que el pueblo se hubiese separado de su contexto en el planeta y estuviese impulsando sus tejados y sus torres hacia lo alto. Los restos de una cometa colgaban de los cables del teléfono, como un recordatorio de la versatilidad del año.
-Oh, ¿quién metió el guardapolvo en la sopa de pescado de la Sra. Murphy? -cantó el Sr. Jowett en voz alta, aun sabiendo que era inadecuado para la época del año, el día y la dignidad de un empleado de estación, el guardián de los verdaderos y antiguos límites de la ciudad, de su Puerta de Hércules.

INCIPIT 920. PAGINAS ESCOGIDAS / FERLOSIO


DE LOS ÁSPEROS Y GRANDES LANCES DE LA MONTAÑA
Por la tierra de secano hacia la montaña, canta la pájara antigua. Sobre las tapias de pizarra, junto a la blanca carretera, grazna, mece su cola. Al carretero le roba el pan y le despinta el  carro. Grita a los cereales cuando les llega el madurar. Con su voz, seca los campos para la siega. Las otras aves se van, pero las urracas se quedan siempre, antiguas pájaras de la meseta. Ellas delatan crímenes nefastos y piden venganza para las violadas. Reconocen a los hombres y saben mucho de geografía. Saben cuanto pasa en los pueblos y los caminos. Dicen los nombres de los muertos y los recuerdan sin pena. Unas a otras se narran las historias de los muertos. Camino del camposanto los ven pasar y se quedan sobre una piedra, narrándose cuanto vieron. Viven los hombres y envejecen; las urracas hablan y miran. Las urracas sin pena no creen en la esperanza; ellas narran tan sólo, y repiten los nombres de los muertos. Los muertos van a lo largo del camino de la montaña. Van, como nublados sin lluvia, a trasponer las oscuras cimas. En la voz de las pájaras sus nombres quedan.
La montaña es silenciosa y resonante. Como el vientre de la loba es su vientre, arisco y maternal. Esconde sus manantiales en los bosques, corno la loba sus tetas entre pelo. La montaña está tendida mansamente, amamantando a la llanura. Sólo a veces se levanta dura y esquiva y rasga los labios de los campos.
Por encima de los bosques viene el talud pelado, con sus pedrizas y sus reventones, donde nace la arena de los ríos. La montaña se rasga el pecho y echa aludes de piedras angulosas. La montaña tiene arenales en los ríos de la llanura y sus ojos dormitan entre la arena de los remansos.

INCIPIT 919. EL GATOPARDO / LAMPEDUSA


Mayo de 1860
«Nunc et in hora mortis nostrae. Amen.»
El rezo cotidiano del rosario había concluido. Durante media hora la serena voz del príncipe había evocado los misterios de dolor; durante media hora otras voces, entremezcladas, habían tejido un rumor ondulante en el que ciertas palabras inusuales: amor, virginidad, muerte, resaltaban como flores de oro; y mientras duró ese rumor el aspecto del salón rococó dio la impresión de haber cambiado; hasta los papagayos cuyas irisadas plumas cubrían la seda del entapizado parecieron intimidarse; y entre las dos ventanas, la blonda y opulenta Magdalena trocó incluso su habitual aire soñador por una contrita expresión de penitencia.
Ahora que la voz había callado, todo volvía al orden, al desorden, habitual. Se abrió la puerta, salieron los criados, y el alano Bendico, resentido aún por la exclusión que le habían infligido, irrumpió meneando el rabo. Las mujeres se levantaban lentamente y el oscilante retroceso de sus faldas iba descubriendo mitológicas desnudeces dibujadas sobre el fondo lechoso de las baldosas. Solo una Andrómeda permaneció cubierta por el hábito del padre Pirrone

SUEÑO Y SICILA


El Gatopardo, Lampedusa, p. 197
«El sueño, querido Chevalley, el sueño es lo que más desean los sicilianos, y siempre odiarán al que pretenda despertarlos, aunque sea para traerles los mejores regalos; dicho sea entre nosotros, personalmente dudo mucho de que el nuevo reino tenga demasiados regalos para nosotros en su equipaje. Todas las expresiones sicilianas son expresiones oníricas, hasta las más violentas: nuestra sensualidad es deseo de olvido, nuestros escopetazos y nuestras   cuchilladas son deseo de muerte; deseo de voluptuosa inmovilidad, o sea también de muerte, son nuestra pereza, nuestros sorbetes de escorzonera o de canela; cuando nos ponemos pensativos, se diría que es la nada queriendo escrutar los enigmas del nirvana. Así se explica el poder desmedido que ejercen aquí ciertas personas: son aquellos que están semidespiertos; como también el famoso siglo de retraso en las manifestaciones artísticas e intelectuales de Sicilia: las novedades solo nos atraen cuando sentimos que están muertas, que ya no pueden producir corrientes vitales; a ello se debe asimismo ese fenómeno increíble de la creación actual, ante nuestros ojos, de unos mitos que si fueran realmente antiguos despertarían veneración, pero apenas logran ser siniestras tentativas de sumergirse otra vez en un pasado que nos atrae precisamente porque está muerto.»

INCIPIT 918. ESTA BRUMA INSENSATA / ENRIQUE VILA-MATAS


Había llegado a ser un artista citador gracias precisamente a que de muy joven no lograba avanzar como lector más allá de la primera línea de los libros que me disponía a leer. La causa de tanto tropiezo estaba en que las primeras frases de las novelas o ensayos que trataba de abordar se abrían para mí a demasiadas interpretaciones distintas, lo que me impedía, dada la exuberante abundancia de sentidos, seguir leyendo. Aquellos atascos, que por suerte empecé a perder de vista hacia los dieciocho años, fueron seguramente la base de mi posterior afición a acumular citas, cuantas más mejor, una necesidad absoluta de absorber, de reunir todas las frases del mundo, un ansia incontenible de devorar cuanto se pusiera a mi alcance, de apoderarme de todo lo que,  en momentos de bonanza lectora, viera yo que podía ser mío.

ANGELICA SEDARA


El gatopardo, Lampedusa, p. 104
Todos estaban tranquilos y contentos. Todos, salvo Concetta. Era verdad que había abrazado y besado a Angelica, e incluso no había querido aceptar que la tratara de “Usted» y le había propuesto el «Tú» de cuando eran niñas, pero bajo el corpiño azul pálido latía un corazón atenazado; la violenta sangre de los Salina bullía en su interior y bajo la lisa frente pululaban ideas de envenenamiento. Tancredi estaba sentado entre ella y Angelica y con la esmerada solicitud de quien se siente culpable repartía equitativamente miradas, cortesías y bromas entre ambas compañeras de mesa; pero Concetta percibía, sentía de un modo instintivo, la corriente de deseo que pasaba de su primo a la intrusa, y la arruguilla que tenía entre la frente y la nariz adquiría un aire feroz; su deseo de matar rivalizaba con su deseo de morir. Como mujer que era, se aferraba a los detalles: percibía la gracia vulgar del meñique derecho de Angelica, que esta levantaba cada vez que cogía la copa; percibía el lunar rojizo en la piel del cuello; percibía el intento, a duras penas contenido, de quitarse con la mano un trocito de comida que había quedado entre aquellos dientes tan blancos; percibía aún más intensamente cierta falta de sutileza; y a esos detalles, que al final eran insignificantes porque acababan consumiéndose en la llama de una irresistible sensualidad, se aferraba  llena de desconfianza y desesperación, como se aferra a un canalón de plomo el albañil que ha perdido pie; confiaba en que también Tancredi percibiría con desagrado aquellas pruebas evidentes de la diferencia de educación. Pero, ¡ay!, Tancredi ya las había percibido, y en vano. Se dejaba arrastrar por el estímulo físico que aquella hembra bellísima ofrecía a su ardor juvenil, y también por la excitación contable -por llamarla así- que la muchacha rica provocaba en su cerebro de hombre ambicioso y pobre.

TANCREDI


El gatopardo, Lampedusa, p. 57
El príncipe se sintió ofendido: realmente el muchacho no sabía dónde estaban los límites, pero tampoco tenía ganas de regañarlo; por lo demás, no se equivocaba. “Pero ¿por qué estás vestido así? ¿Qué pasa? ¿Un baile de máscaras por la mañana?» El muchacho se puso serio: su rostro triangular adquirió una inesperada expresión viril. “Me marcho, tiazo, me marcho dentro de media hora. He venido a despedirme.» El pobre Salina sintió que se le encogía el corazón. “¿Un duelo?” “Un gran duelo, tío. Con Franceschiello Dios lo guarde. Me voy a las montañas, a Corleone; no se lo digas a nadie, sobre todo ni una palabra a Paolo. Se preparan grandes cosas, tiazo, y no quiero quedarme en casa, donde, por lo demás, me cogerían en seguida, si me quedase.» El príncipe tuvo una de sus visiones repentinas: una sangrienta escena de guerrillas, escopetazos en los bosques, y su Tancredi en el suelo, con las tripas fuera como aquel pobre soldado. “¡Estás loco, hijo mío! ¡Ir a meterte con esa gente! Son todos mafiosos y estafadores. Un Falconeri tiene que estar con nosotros, por el rey.» Los ojos  volvieron a sonreír. «Por el rey, sí, pero ¿qué rey?” El muchacho tuvo uno de esos accesos de seriedad que lo volvían enigmático y a la vez entrañable. «Si nosotros no participamos también, esos tipos son capaces de encajamos la república. Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie. ¿Me explico?» Un poco emocionado abrazó a su tío. «Hasta pronto. Volveré con la tricolor.” La retórica de los amigos también había teñido en parte a su sobrino: Sin embargo, no: el tono nasal revelaba un entusiasmo aparente. ¡Qué muchacho! Era capaz de hacer cualquier tontería sin dejar de criticarla. ¡Y su hijo Paolo, que en aquel  momento estaría vigilando la digestión del perro Guiscardo! Su verdadero hijo era este.

INCIPIT 917. EL MAR, EL MAR / IRIS MURDOCH


LA PREHISTORIA
EL mar que se extiende ante mí mientras escribo más que destellar, resplandece bajo el suave sol de mayo. Con el cambio de marea, se recuesta calladamente contra la tierra, casi sin huella de ondas ni de espuma. Próximo al horizonte es de un púrpura suntuoso, marcado por líneas regulares de verde esmeralda. En el horizonte es índigo. Cerca de la playa, donde la visión se da enmarcada por amontonamientos de desiguales rocas amarillas, hay una franja de verde más pálido, helado y puro, menos radiante y sin embargo opaco, no transparente. Estamos en el norte, y la luz brillante del sol no puede penetrar en el mar. Allí donde el agua golpea suavemente sobre las rocas sigue siendo una superficie de color, como una piel. El cielo sin nubes es muy pálido en el horizonte índigo, que le pone un leve trazo de plata. Su azul se intensifica y vibra hacia el cenit. Pero el cielo parece frío, hasta el sol parece frío.
Había escrito lo que antecede, destinado a ser el párrafo inicial de mis memorias, cuando sucedió algo tan extraordinario y tan horrible que no puedo decidirme a describirlo ni siquiera ahora, transcurrido un intervalo, a pesar de que se me ha ocurrido una explicación, posible aunque no del todo tranquilizadora. Quizá me sentiré más sosegado y con la cabeza más despejada después de un nuevo intervalo.

INCIPIT 916. BASADA EN HECHOS REALES / DELPHINE DE VIGAN



Me gustaría relatar cómo entró L. en mi vida, en qué circunstancias, me gustaría describir con precisión el contexto que permitió a L. penetrar en mi esfera privada y, con paciencia, adueñarse de ella. No es tan sencillo. Y en el momento en que escribo esa frase, cómo entró L. en mi vida, calibro lo que tiene de pomposo esa expresión, un tanto trillada, cómo recalca una dramaturgia que no existe aún, esa voluntad de anunciar el viraje o la repercusión. Pero sí, L. entró en mi vida y la desquició profunda, lenta, firme, insidiosamente. L. entró en mi vida como en un escenario de teatro, en mitad de la representación, como si un director de escena se hubiera encargado de que todo se difuminase en derredor para abrirle paso, como si la entrada de L. se hubiera dispuesto para resaltar su importancia, para que en ese momento preciso el espectador y los demás personajes presentes en escena (en este caso, yo) sólo repararan en esa irrupción, para que todo a nuestro alrededor se inmovilizara y su voz llegase hasta el fondo de la sala; en resumidas cuentas, para que produjese su pequeño efecto.

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