Berta Isla, Javier Marías, p. 254
Aunque ésta no hubiera cambiado
esencialmente las cosas para nosotros --quizá algo más para mí, que con
ingenuidad la viví como una especie de consecución-, hay una heredada y extraña
mística del matrimonio a la que casi nadie permanece inmune ni se sustrae
enteramente, lo mismo que hay una mística de la maternidad. Sentimientos
atávicos, seguramente. La mujer que se ha casado, el hombre que se ha casado,
ya no serán nunca idénticos a los que jamás lo habían hecho. Aunque no se crea
en ellas, aunque sean sencillas y se les dé apariencia de trámite, las ceremonias
producen su efecto, y por eso se inventaron, supongo: para marcar una línea
divisoria, establecer un antes y un después, para convertir en serio lo que no
lo era, para subrayar y solemnizar. Para dar una noticia y que así ésta sea
asumida, sancionada por la comunidad. ¿Acaso no se sabe siempre quién es el
nuevo Rey (a menos que no haya heredero y se sucedan disputas dinásticas), y
sin embargo no ha habido nunca monarca que haya renunciado, que se haya saltado
una ceremonia de coronación? Puede que aquella pregunta mía tuviera más gravedad
de la que yo misma le otorgaba al hacerla.
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