Sepulcros de vaqueros, Roberto Bolaño, p. 26-27
en aquel mismo lugar, en los
malones literarios que gustaba organizar el doctor Narváez, recité, de memoria,
uno de los mejores poemas de Nicanor Parra. Mi voz temblaba. Mis manos, al
gesticular, temblaban. Pero todavía sigo creyendo que era un buen poema, aunque
entonces fue recibido con beneplácito por unos y con manifiesta desaprobación
por otros. Recuerdo que al subirme a la silla me di cuenta que aquella noche yo
también había bebido como un cosaco. La silla era de madera de araucaria y
desde allí arriba el suelo, los arabescos de la alfombra parecían infinitamente
lejanos.
Iría por el decimoquinto verso
cuando una muchacha y dos muchachos aparecieron por la puerta de la cocina y
dieron la noticia. La radio informaba que en Santiago se estaba perpetrando un
golpe militar. BlitzkriegoAnschluss, qué más daba, el Ejército de Chile estaba
en marcha.
Fue cosa de decirlo e iniciarse
la estampida, primero hacia la cocina y luego hacia la puerta de calle, como si
todos hubieran enloquecido de repente. Recuerdo que en medio de la desbandada
alguien gritó que me callara, por lo que colijo que yo seguía recitando.
Recuerdo insultos, amenazas, exclamaciones de incredulidad, rostros que pasaban
de la heroicidad más sublime al espanto, alternativamente, todo revuelto e
inacabado, mientras yo tartamudeaba enredado con un verso y miraba hacia todos
los rincones, el último en entender lo que se cernía sobre la República. Mi
silla, ante la avalancha de gente que salía disparada, se tambaleó y caí de bruces
contra el suelo. El costalazo fue seco e indoloro. Semiinconsciente, pensé que
no acababa nunca de desmayarme. Luego todo se volvió negro.
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