Berta Isla, Javier Marías, p. 324-325
El pueblo, que a menudo es vil y
cobarde e insensato, nunca se atreven los políticos a criticarlo, nunca lo
riñen ni le afean su conducta, sino que invariablemente lo ensalzan, cuando poco
suele tener de ensalzable, el de ningún sitio. Es sólo que se ha erigido en
intocable y hace las veces de los antiguos monarcas despóticos y absolutistas.
Como ellos, posee la prerrogativa de la veleidad impune, no responde de lo que
vota ni de a quién elige, de lo que apoya, de lo que calla y otorga o impone y
aclama. ¿Qué culpa tuvo del franquismo en España, como del fascismo en Italia o
del nazismo en Alemania y Austria, en Hungría y Croada? ¿Qué culpa del
stalinismo en Rusia ni del maoísmo en la China? Ninguna, nunca; siempre resulta
ser víctima y jamás es castigado (naturalmente no va a castigarse a sí mismo;
de sí mismo se compadece y apiada). El pueblo no es sino el sucesor de aquellos
reyes arbitrarios, volubles, sólo que con millones de cabezas, es decir,
descabezado. Cada una de ellas se mira en el espejo con indulgencia y alega con
un encogimiento de hombros: 'Ah, yo no tenía ni idea. A mí me manipularon, me
indujeron, me engañaron y me desviaron. Y qué sabía yo, pobre mujer de buena
fe, pobre hombre ingenuo'. Sus crímenes están tan repartidos que se desdibujan
y se diluyen, y así los autores anónimos están en disposición de cometer los
siguientes, en cuanto pasan unos años y nadie se acuerda de los anteriores.
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