Durante un tiempo no estuvo
segura de si su marido era su marido, de manera parecida a como no se sabe, en la
duermevela, si se está pensando o soñando, si uno aún conduce su mente o la ha
extraviado por agotamiento. A veces creía que sí, a veces creía que no, y a
veces decidía no creer nada y seguir viviendo su vida con él, o con aquel hombre
semejante a él, mayor que él. Pero también ella se había hecho mayor por su
cuenta, en su ausencia, era muy joven cuando se casó.
Estos eran los mejores periodos,
los más tranquilos y satisfactorios y mansos, pero nunca duraban mucho, no es
fácil desentenderse de una cuestión así, de una duda así. Lograba dejarla de
lado durante unas semanas y sumergirse en la impremeditada cotidianidad, de la
que gozan sin ningún problema la mayoría de los habitantes de la tierra, los
cuales se limitan a ver empezar los días, y cómo trazan un arco para
transcurrir y acabarse. Entonces se figuran que hay una clausura, una pausa,
una división o una frontera, la que marca el adormecimiento, pero en realidad
no la hay: el tiempo sigue avanzando y obrando, no sólo sobre nuestro cuerpo
sino también sobre nuestra conciencia, al tiempo le trae sin cuidado que durmamos
profundamente o estemos despiertos y alerta, que andemos desvelados o se nos
cierren los ojos contra nuestra voluntad como si fuéramos centinelas bisoños en
esos turnos nocturnos de guardia que se llaman imaginarias, quién sabe por qué,
quizá porque luego le parece que no hayan tenido lugar
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