El puente en la selva, B. Traven
En una de las paredes de la choza había una repisa, y sobre ella
una Virgen de Guadalupe pintada en cristal. A los dos lados había cuadritos más
pequeños con imágenes de santos. No se veía por ningún sitio ninguna imagen del
Señor. Las estampas de santos tenían impresas por detrás jaculatorias que ni
García ni su mujer sabían leer. Delante de la Santísima Virgen había un vaso
corriente algo cascado, lleno de aceite. Dentro flotaba una velita de cera no
más grande que una cerilla, clavada en un arandel de lata del tamaño de una
moneda de diez centavos. La lamparita de aceite se encendía para que alumbrara
de noche y día la imagen de la Madre Santísima. En teoría ardía día y noche,
pero con frecuencia los García no tenían unos centavitos para aceite porque
necesitaban con más urgencia cosas más terrenales.
Cuando la mujer del maestro maquinista vino al jacal para encargarse
de todo, el vaso no tenía aceite. Una de las primeras cosas que hizo fue volver
a llenarlo de aceite y encender la mecha. ¿Qué habría pensado toda aquella gente de la
familia García si hubieran encontrado apagada la lamparilla de la Santísima Virgen?
Habrían creído que los que vivían en aquella casa eran paganos, o peor aún, algún gringo ateo. La
lucecita no era más que un leve resplandor, pero a los creyentes les bastaba. Ningún
demonio podría entrar ahora a robar el alma, La repisa, al menos para los
García, no sólo era el altar de la casa, era al mismo tiempo el lugar donde
tenían un sinfín de cosas seculares necesarias para el hogar; había flores
secas guardadas en vasijas rotas; también estaban, liados en un trozo de periódico,
lo que la mujer de Garda llamaba sus cosas de costura -es decir: unos cuantos
trapos, unas cuantas agujas medio oxidadas, algunos alfileres, y unas hebras de
hilo blanco y negro atadas alrededor de una tira de papel de estraza. Además
había un peine, una docena de horquillas, cerillas, y los juguetes de Carlitos,
incluyendo: un cochecito de hojalata roto de los que valen diez centavos, un
anzuelo de pesca, una honda hecha con un trozo de tubo de un coche, un tapón de
corcho roto, una canica de cristal pequeña de vivos colores, dos bocones de
acero, y unos cromos de colores de los
que salen en los paquetes de tabaco. Había también un pequeño ukelele, regalo
de Manuel, que era su tesoro más preciado. Con él había querido formar una orquesta
de baile tocando con su padre, el violinista. De una de las esquinas de la
repisa colgaba un rosario barato. En una tacita, que en su día perteneciera a
una casa de muñecas, se amontonaban unos centavos, y cerca se veían unas
cuantas monedas de cobre más. En total no pasarían de los treinta y cinco
centavos: toda la fortuna de la familia
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