El puente en la selva, B. Traven
De un fino alambre atado a uno de
los palos del techo colgaba una banasta. Contenía las escasas provisiones de la
familia: dos cucuruchos de azúcar morena sin refinar, unas onzas de café en
grano envueltas en un papel grasiento, una libra de arroz del más corriente,
unas cuantas libras de frijoles, y media docena de chiles verdes y rojos. Había
dos botellas atadas a la banasta. En una de ellas había sal gorda con aspecto
de estar rancia y sucia. Un tercio de la otra botella contenía manteca, que en
estas regiones no se endurece nunca, y hay que guardarla en botellas. Si se
guardara en vasijas abiertas, en seguida se llenaría de hormigas ahogadas en
ella. Como en el resto de los hogares, la banasta estaba colgada en alto para
proteger su contenido de ratas y ratones. Pero las ratas de esta región eran
excelentes acróbatas y se descolgaban desde el techo de palma por el fino alambre
sin dificultad, robando, por supuesto, las provisiones.
Dios, en su infinita sabiduría,
ha hecho el mundo de tal manera que nadie es tan pobre que no pueda otro
robarle, y nadie es tan fuerte que no pueda otro matarle.
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