El puente en la selva, B. Traven
El campesino harapiento no dejó
de cantar un instante. Se negaba a echar un trago, cosa que le ofrecían de vez
en cuando. Era agrarista, y se consideraba comunista. En su jacal tenía un altar
con una estampa de la Santísima Virgen en el medio, una de san Juan a un lado y
un retrato pequeñito de Lenin al otro, pues suponía que estaba sentado en el
trono del Padre, lo mismo que san Juan y los demás santos. Su reivindicación
del comunismo, como la de los demás agraristas de la república, se vería satisfecha
en cuanto le dieran diez o veinte acres de buena tierra y le garantizaran que
no se la iba a quitar nadie, ni a él ni a su familia. Era de esa clase de
personas que disfrutan hablando de política y que te hacen creer que el
comunismo se reduce a algo muy simple: darle comida al pueblo, mucha comida, y
asegurarles que siempre tendrán trabajo. Si les llenas la barriga y les pones
muchas películas a un céntimo la entrada, se acabarán las arengas de los
agitadores subidos en cajas de jabón, y nadie volverá a hablar de revolución.
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