Ante todo no hagas daño, Henry Marsh, p. 248
Mi familia estaba representando
una escena antiquísima que supongo que rara vez se ve actualmente en el mundo
moderno, pues ahora la gente muere en hospitales o residencias impersonales, al
cuidado de afectuosos profesionales cuya expresión de afecto -como la mía en el
trabajo- se esfumará de su rostro en cuanto se dé la vuelta, como la sonrisa de
un recepcionista de hotel
Morir rara vez resulta fácil, por
mucho que deseemos creerlo así. Nuestros cuerpos no nos dejan soltar las
amarras de la vida sin oponer resistencia. La cosa no se limita a pronunciar unas
palabras significativas ante tu llorosa familia y luego exhalar tu último
suspiro. Si no te mueres de forma violenta, ahogándote y tosiendo, o en coma,
entonces no queda más remedio que ir consumiéndose: la carne se va reduciendo
hasta dejarte en los huesos, la piel y los ojos se vuelven de un amarillo
intenso si falla el hígado; la voz se debilita ... Hasta que, cuando se acerca
el fin, apenas te quedan fuerzas para abrir los ojos y yaces inánime en el lecho
de muerte, con la respiración por todo indicio de movimiento. Poco a poco te
vuelves irreconocible, y todos los detalles que volvían tus facciones tan
característicamente tuyas se van diluyendo en la nada. El contorno del rostro
se desdibuja hasta fundirse en el trazo anónimo de la calavera que hay debajo.
Ahora uno guarda un gran parecido con cualquier anciano, con su cara demacrada
y deshidratada, todos idénticos con sus batas de hospital. Los mismos ancianos
a cuya cabecera me hacían acudir de madrugada cuando trabajaba de residente,
recorriendo pasillos largos y desiertos, para certificar su muerte. Cuando se
acerca el final, tu rostro se convierte en el de una persona cualquiera, en un
rostro que todos conocemos, aunque sea gracias al arte funerario de las
iglesias cristianas.