Eran los días de la “peste” de Nápoles. Todas las tardes, a las cinco, después de media hora de punchingball y una ducha caliente en el campo de deportes de la Peninsular Base Section, el coronel Jack Hamilton y yo bajábamos a pie hacia San Fernando, abriéndonos paso a codazos entre la muchedumbre que, del alba a la hora de la queda, se arremolinaba alborotando en Via Toledo.
Jack y yo nos encontrábamos limpios, lavados y bien nutridos, en medio de aquella terrible muchedumbre de napolitanos escuálidos, sucios, hambrientos y vestidos de harapos, a quienes los grupos de soldados de los ejércitos liberadores, compuestos por individuos de todas las razas de la tierra, injuriaban en todas las lenguas y dialectos del mundo. El honor de ser liberado antes que a otro le correspondió en suerte al pueblo napolitano; y para festejar un tan merecido premio, mis pobres napolitanos, después de tres años de hambre, epidemias y feroces bombardeos, habían aceptado de todo corazón, por piedad hacia la patria, la codiciada y envidiada gloria de recitar el papel de un pueblo vencido, de cantar, palmotear y saltar de alegría entre las ruinas de sus casas destruidas, de hacer ondear banderas extranjeras enemigas hasta el día anterior, y arrojar por las ventanas flores sobre los vencedores.
Pero, pese al universal y sincero entusiasmo, no había en toda Nápoles un solo napolitano que se sintiese vencido. No sabría decir cómo pudo nacer ese extraño sentimiento en el corazón del pueblo. No cabía la menor duda de que Italia, y por consiguiente Nápoles, había perdido la guerra. Es indudablemente más difícil perder una guerra que ganarla. Para ganar una guerra todo el mundo sirve, pero
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