Presentes, Paco Cerdá, p. 55
si se escondiera, no sería el
gran Miguel de Molina, y por eso esta noche, aun doliéndole todo, aun sintiendo
el miedo cerca y saberse perseguido por los heraldos de la muerte, quiere gustar
y triunfar y volver a sentir, sobre las tablas del Pavón, esa droga que le
embriaga más que el coñac: el aplauso.
Solo hace tres días que
reapareció. Los rumores se habían desatado. Qué le ha pasado a Miguel de
Malina. Nadie lo sabe. Solo él. El público sabe que es una estrella del espectáculo.
Que en la República demostró que un hombre puede cantar cuplés flamencos sin
imitar a nadie ni vestirse de mujer. Que el vuelo de las mangas de dos metros de
su primera blusa, seda georgette verde nilo con lunares de terciopelo rodeados
de pedrería, había cautivado. Que en la guerra había cantado por el frente
republicano para animar a las tropas y a la retaguardia y también a los pobres
heridos y enfermos en los hospitales, sentado él en una silla desvencijada
junto a sus camas y contándoles pasajes divertidos de su vida y anécdotas
alegres de la gitanería que tan bien conoció en su infancia y juventud. Es
Miguel de Molina. El de na te pido na te debo, me voy de tu vera olvídame ya.
El de ojos verdes, verdes como la albahaca, verdes como el trigo verde y el
verde verde limón. El cantante libre y del pueblo. O como la otra noche le
dijeron, asco en la boca y odio en las garras cuando iban a darle la paliza: un
marica y rojo. Por eso ha desaparecido una semana entera del Pavón.
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