Elizabeth Finch, Julian Barnes, p. 108
Para sus partidarios de los
siglos venideros, Juliano era esa figura seductora: un Líder Perdido. ¿Y si
hubiese gobernado durante treinta años más, relegando el cristianismo año tras
año y volviendo a consolidar, de un modo gradual, y más tarde contundente, el
politeísmo de Grecia y Roma? ¿ Y si sus sucesores hubieran proseguido con esa
política durante siglos? ¿Qué habría pasado entonces? Quizás no hubiese hecho
falta un Renacimiento, dado que las antiguas tradiciones grecorromanas
seguirían intactas, y las grandes bibliotecas de la erudición no se habrían
destruido. Puede que no hubiese sido necesaria una Ilustración, porque ya se habría
producido en gran parte. Se habrían evitado las distorsiones sociales y morales
seculares impuestas por una religión de Estado poderosísima. Cuando llegase la
Edad de la Razón, llevaríamos ya catorce siglos viviendo en ella. Y los
sacerdotes cristianos que hubiesen sobrevivido, con sus creencias peculiares,
excéntricas, pero inofensivas -o más bien, neutralizadas-, se codearían en
igualdad de condiciones con paganos y druidas, abrazaárboles y dobladores de cucharas,
judíos y musulmanes, etcétera y etcétera, todos ellos bajo la protección
benévola y tolerante de lo que a la postre habría sido el helenismo europeo.
Imaginemos los últimos quince siglos sin guerras religiosas, tal vez sin
ninguna intolerancia religiosa o incluso racial. Imaginemos la ciencia liberada
de las trabas de la religión. Borremos a todos aquellos misioneros que les
metían la fe con calzador a los pueblos indígenas, acompañados de soldados que
les robaban el oro. Imaginemos la victoria intelectual de lo que creían la
mayoría de los helenistas: que si algún placer podíamos disfrutar en la vida,
era en esta breve estancia terrenal nuestra, no en un cielo absurdo y
disneyficado después de muertos.
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