En otoño, KO Knausgard, p. 213
Mis hijos crecen sin ninguna caja
de botones y nunca han visto coser a sus padres, porque cuando aquí se cae un botón
tirarnos la prenda y comprarnos una nueva. No me gusta, cada vez que ocurre me
lleno de una ligera sombra de tristeza, no es así como debe ser. Pero ¿por qué?
¿Pongo austeridad y pobreza por encima de la abundancia? Sí, de alguna manera
debo hacerlo. La abundancia es mala, la austeridad es buena; también eso forma
parte de la herencia. ¿Y no es verdad que pocas ideas representan mejor la civilización
que esa? Tal vez lo más característico de la naturaleza sea la abundancia, una
salvaje riqueza de hojas y hierba, tallos y ramas, un derroche ilimitado de
clorofila, de lo cual la esencia del botón, que pulcra y modestamente, pero con
eficacia, mantiene unida la camisa, es el contraste total. Eso se obvia en
aquellas ocasiones en las que el deseo le vence a uno, y con la garganta
obstruida y el sexo palpitante no puede esperar el tiempo que se tarda en
desabrochar todos los botones, y coge cada parte de la camisa o la blusa y la
desgarra de un movimiento violento, para entrar en lo ilimitado, frenético y
derrochador. Eso constituye siempre la mayor tentación en el reino de la
moderación, precisamente porque es contenida y regulada por el principio de los
botones. Este principio no radica en ninguna idea, sino en la labor diaria de
las manos con los pequeños discos cuando los empujan despacio y verticalmente dentro
de las pequeñas ranuras de la tela de la otra parte de la camisa, y luego los
vuelven a enderezar cuando la han traspasado, de modo que forman un cierre y
constituyen la técnica que utilizamos para ocultar el cuerpo tras la ropa y
ejercitarnos en el autocontrol.
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