Las luces se han apagado. Y ahí está él. Presente.
El Fundador, el Profeta, el
Ausente.
El Maestro, Glorioso Mártir,
César Eterno.
El Héroe Nacional, Figura de la
Raza, Primero de los Caídos.
La Muerte que Vive, Novio de
España, Artífice del Imperio.
El Elegido, Genio Creador, el
Nunca Muerto.
Está ahí, yacente frente al
altar, orlado de nombres pomposos, rehén de unos laureles que alejan y
mortifican. Y sin embargo, perforando la neblina de este amanecer marino que
arrulla a Alicante entre volteos tristes de campana, en las calles agitadas por
la muchedumbre y dentro de esta iglesia
solo resuena un nombre humilde, común, pequeño: José Antonio.
Por él, y no por Dios, se han
apagado las luces.
Cuando el obispo ha levantado la
sagrada forma, una corneta ha sonado. Las luces del templo han dejado de brillar.
Afuera sestea la madrugada. En el interior de San Nicolás no hay oscuridad,
solo penumbra. Veinticuatro hachones de fuego arden con llamas temblorosas,
ascendentes, puro Greco expresionista. Esos fuegos primitivos encuadran el
túmulo funerario. Imponente. Oscuro. Permanece elevado a tres metros de altura.
Para verlo, los mentones se alzan en reverencia y admiración. En lo alto, sobre
un catafalco forrado de terciopelo negro, brilla la caja de ébano. Dentro reposa él.
Presente. Dispuesto a emprender el viaje más largo, de lo terrenal a lo redentor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario