En otoño, KO Knausgard, p. 191
Tan despacio transcurre la elaboración interior de la realidad que cuando pienso en un teléfono sigo viendo en mi imaginación ese teléfono gris estándar que se usaba en Noruega en las décadas de 1970 y 1980. Constaba de dos partes, un auricular ligeramente curvado que se ensanchaba en una forma semicircular en cada extremo, con la superficie perforada por pequeños agujeros. Uno de los extremos se ponía junto al oído, dentro había un altavoz por el que se podía escuchar la voz de la persona a la que se llamaba, el otro se colocaba junto a la boca, ya que contenía un micrófono que captaba tu voz y se la enviaba al receptor. La otra parte del teléfono era el propio aparato, unido al auricular por un cable en espiral. El aparato solía estar colocado en una mesa, y en el centro tenía un disco giratorio con un agujero para cada uno de los diez números, ajustados al tamaño del dedo índice. En lo alto tenía una horquilla en la que descansaba el auricular cuando no se usaba. En la horquilla había dos trozos de plástico blanco, que regulaban la línea saliente. Cuando el auricular reposaba sobre ellos, este los presionaba y la línea quedaba cerrada, mientras que cuando el auricular se descolgaba, se levantaban y la línea se abría. Se oía entonces una señal regular e ininterrumpida en el altavoz del auricular. Cuando se marcaba en el disco el número de la persona con la que se quería hablar, la señal cambiaba. Empezaba a sonar una serie de señales breves, lo que significaba que la línea estaba ocupada, o bien una serie de señales un poco más largas, lo que significaba que la línea estaba abierta, y si alguien levantaba el auricular al otro lado de la línea, se podía empezar a hablar.
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