La mancha humana, Philip Roth, p. 50
Hace varios años me extirparon la
próstata, una operación para eliminar el cáncer que, si bien tuvo éxito, no
carece de los efectos secundarios desfavorables casi inevitables en tales
intervenciones, debido a los daños que sufren los nervios y a las cicatrices
internas, y el resultado es que desde entonces soy incontinente. Así pues, lo
primero que hice al regresar a casa tras mi visita a Coleman fue quitarme la
almohadilla de algodón absorbente que llevo día y noche, colocada en la
entrepierna del calzoncillo como una salchicha en el interior de un panecillo.
Debido al calor de aquella noche y a que no iría a un lugar público ni una
reunión social, había intentado arreglármelas con unos calzoncillos corrientes
de algodón encima de la almohadilla, en lugar de los de plástico habituales, y
la orina había rezumado y humedecido los pantalones caqui. En casa observé que
los pantalones estaban descoloridos por delante y olían un poco. Las
almohadillas tienen un tratamiento especial, pero en esta ocasión el olor era
evidente. Coleman y su historia me habían absorbido de tal manera que había
dejado de inspeccionarme. Mientras estuve allí, tomando cerveza, bailando con
él, contemplando la claridad -la predecible racionalidad y la claridad
descriptiva- con que él se esforzaba para que el giro que había dado su vida
fuese menos inquietante, no había ido a comprobar, cómo andaban las cosas allá
abajo, como hago siempre durante las horas de vigilia, y por ello aquella noche
me ocurrió lo que ahora me ocurre de vez en cuando.
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