Era difícil no sentir que París era el lugar.
Sylvia había pasado quince años
tratando de regresar, después de que la familia Beach hubiera vivido allí,
cuando su padre, Sylvester, era el pastor de la iglesia americana en el Barrio
Latino y ella, una adolescente romántica que necesitaba algo más que Balzac o
cassoulet. Lo que más recordaba de aquella época, lo que llevaba en el corazón
cuando tuvo que regresar a Estados Unidos con su familia, era la sensación de que
la capital francesa brillaba con más intensidad que cualquier otra ciudad en la
que hubiera estado o a la que pudiera ir alguna vez. Era algo más que el
parpadeo de las lámparas de gas que la iluminaban después del anochecer, o que
la piedra blanca, ineludible y resplandeciente, con la que se había construido
gran parte de la ciudad: era el esplendor de la vida que burbujeaba en cada
fuente, en cada reunión de estudiantes, en cada espectáculo de títeres en los
jardines de Luxemburgo y en cada ópera del teatro del Odéon. Era la manera en que
su madre chispeaba de vida, leía libros y agasajaba a profesores, políticos y
actores, sirviéndoles deliciosos y espléndidos platos a la luz de las velas, en
cenas con animados debates sobre libros y acontecimientos mundiales. Eleaoor
Beach decía a sus tres hijas -Cyprian, Sylvia y Holly- que vivían en un lugar
único y maravilloso que cambiaría para siempre el curso de sus vidas.
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