Troya, Stephen Fry, p. 68
París miró hacia la segunda
diosa, que ahora se le acercó con una sonrisa grave en los labios. En la
superficie del escudo que portaba (por medio de un artificio que no comprendía)
distinguió la expresión furiosa y aterrorizada de Medusa. Solo con la égida ya
supo que la diosa que tenía delante era Palas Atenea, y sus palabras
confirmaron su convencimiento:
-Regálame la manzana, París, y yo
te daré algo más que poderes y principados. Te ofrezco sabiduría. Con la
sabiduría viene todo lo demás: riquezas y poder, si quieres; paz y felicidad, si
quieres. Penetrarás en el corazón de los hombres y las mujeres, en los rincones
más oscuros del cosmos y hasta en los comportamientos de los inmortales. La
sabiduría te garantizará un nombre que jamás desaparecerá de la tierra. Cuando todas
las ciudadelas y los palacios de los poderosos hayan quedado reducidos a polvo,
tu conocimiento y tu dominio de las artes de la guerra, la paz y el pensamiento
mismo elevarán el nombre de París más allá de las estrellas. El poder de la
mente parte la lanza más poderosa.
«Bueno, menos mal que no le di
directamente la manzana a Hera, porque aquí tenemos a la ganadora entre las
ganadoras. Tiene razón. Por supuesto que la tiene. La sabiduría primero, y el
poder y las riquezas vendrían a continuación, sin duda -pensó París-. Además,
¿de qué sirve el poder sin intuición ni inteligencia? La manzana debía
quedársela Atenea.»
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