Las palabras justas, M.Busquets, p. 25
Una vez al año, en Barcelona, en
Madrid y en muchos otros lugares, los escritores son expuestos al público, no para
hacer lo que supuestamente mejor saben hacer, escribir, sino para firmar y
dedicar sus libros. Tal cosa no ocurre con ninguna otra profesión artística, ni
actores, ni músicos, ni pintores son expuestos de ese modo tan crudo: en plena
calle, a menudo bajo un sol inclemente, detrás de un humilde tablón de madera
colocado encima de un par de caballetes. Te sientas detrás de una mesita,
firmas libros e intentas ofrecer algo auténtico y verdadero a cada una de las
personas que se acercan a verte. Casi nadie viene solo a buscar una firma. ¿Lo
conseguimos siempre? No lo sé, no es fácil, intentas decirles: «Sí, sí, no te
has equivocado, detrás de estas páginas hay alguien no demasiado distinto a ti
porque en realidad somos todos muy parecidos.» Intentas prestar a esa persona
una milésima parte de la atención que ella ha dedicado o va a dedicar a tu
libro. Tú sientes que estás en deuda con ellos y ellos se sienten en deuda
contigo (no todos, hay un tipo de lector, el lector petulante, que viene a
verte con la intención de darte un par de lecciones sobre literatura y vida).
Tú en el fondo crees que ellos están equivocados y que deberían estar leyendo a
Proust, pero igualmente deseas que te quieran eternamente. Cien firmas: cien
microrromances de dos minutos. Por fuerza los pobres escritores acaban el día
aturdidos (los que tienen la suerte de firmar libros, hay grandes escritores que
no firman nada), entre eufóricos y profundamente deprimidos.
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