Un bárbaro en París, Mario Vargas Llosa, p. 109
Había nacido en Billom
(Puy-de-Dóme), en 1897, y la contradicción, clave de su pensamiento, aparece en
su vida desde joven. Hijo de un médico de ideas radicales, recibió una
instrucción laica, pero, a pesar de (más bien, gracias a) ello, tuvo una
adolescencia religiosa, con crisis místicas, lecturas románticas y una salud ruinosa.
Su primer escrito fue un artículo sobre la catedral de Reims; en ese tiempo, al
parecer, leyendo La-Bas de Huysmans, oyó hablar por primera vez de Gilles de
Rais. Estudió filología románica en la École de Chartres, se graduó con la
edición crítica de un relato medieval, publicó trabajos sobre numismática en revistas
eruditas. Luego se vincula al surrealismo, con el que hizo un corto trecho, que
terminó en ruptura violenta. Su materialismo, su alergia a cualquier ilusión idealista
(lo que no lo salvará de incurrir en ciertos idealismos) le acarrearon las
invectivas de Breton, quien en el Segundo Manifiesto del Surrealismo (1930)
escribió: «El señor Bataille se precia de interesarse únicamente en lo más vil,
lo más deprimente y lo más corrompido del mundo». La fórmula es tosca pero no está
descentrada; descargándola de todo resabio moralizante, diseña un perfil de
Bataille: su fascinación por lo prohibido y lo horrible. En todo hombre
buscaba, veía, con ansiedad apenas contenida, bajo las ropas elegantes y las
ideas generosas, al animal dañino, a la bestia camuflada: «Hay en cada hombre
un animal encerrado en una prisión, como un esclavo -escribió en 1929, en la
revista Documenta-; hay una puerta: si la abrimos, el animal se escapa como el
esclavo que encuentra una salida; entonces el hombre muere provisoriamente y la
bestia se conduce como una bestia, sin tratar de incitar la admiración poética
del muerto».