-Mi querida Céleste, lo que he visto esta noche es inimaginable. Llego de casa de Le Cuziat, como usted sabe. Me había indicado que había un hombre que iba a su casa para que le flagelaran. He asistido a toda la escena desde otra habitación, a través de una ventanita abierta en la pared. Es increíble, ¡se lo juro! Yo tenía mis dudas. Quería asegurarme, y lo he conseguido. Se trata de un gran empresario que hace el viaje desde el norte de Francia especialmente para esto. Figúrese que está allí, en una habitación, atado a una pared con unas cadenas provistas de candados, y que un tipejo inmundo, sacado de quién sabe dónde y al que pagan para ello, le da latigazos en la espalda, hasta que la sangre brota por todas partes. Sólo entonces el pobre diablo consigue disfrutar del máximo placer.
Yo estaba tan impresionada y tan horrorizada que le dije: -Monsieur, no es posible, ¡eso no puede existir!
-Sí, Céleste. No me invento nada.
-Pero, monsieur, ¿cómo ha podido usted mirarlo?
-Justamente, porque no es algo que se pueda uno inventar.
Y, comno yo le dijera que, a mis ojos, Le Cuziat era un monstruo, él me respondió:
-Ah, Céleste. No vaya usted a creer que a mí me gusta. Y usted tiene razón; no es un buen tipo. Todavía peor, me da asco. Pero esta tarde he aprendido algo.
-¿ Y ha pagado usted mucho por ver eso, monsieur?
-Sí, Céleste, pero era necesario.
-Pues bien, monsieur, cuando pienso que usted me dice que ese hombre horrible pasa temporadas en la cárcel, ¡yo creo que debería pudrirse allí!
Se echó a reír.
-Querida Céleste, ¡y él que la alaba tanto! El otro día me preguntó extasiado si era usted quien hacía relucir así mi bandeja de plata. Se deshacía en elogios.
Y yo:
-¡No quiero para nada los elogios de semejante monstruo!
En cualquier caso, aquella noche hablarnos de la horrible escena de la flagelación durante horas. Yo, abrumada, corno he dicho y él, repitiéndola una y otra vez, corno para no olvidar nada y, a su manera, planificando ya en voz alta su redacción.
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