Monsieur Proust, Celéste Albaret, p. 188
De todos modos, recuerdo que,
cuando me habló del duelo que mantuvo en aquel tiempo con el escritor Jean
Lorrain por un artículo malintencionado que éste había escrito sobre él, no
pude evitar exclamar:
-Monsieur, ¡no es posible! ¡No me
le imagino a usted con un revólver! ¡Qué idea, ir a pegar tiros!
-¿Por qué no?
-¡ Usted parece tan tímido y tan
dulce!
-No podía escabullirme, Céleste.
Era lo que había que hacer.
-¿Como las flores de Todos los
Santos?
Se reía.
-Sé que no le gustan los
comentarios desagradables -decía yo-. Se nota sólo con ver con cuánta energía
arquea la espalda cuando me los repite. ¡Pero de ahí a recurrir a la pistola o
a la espada! No me diga que acudió al duelo.
-Claro que sí, Céleste.
-¿Su madre estaba al corriente?
-Sí.
-¡Debió sentirse tan desdichada!
-Es cierto. ¡Pobre mamá! Ella no
quería que fuera. Muchas otras damas tampoco. Pero aquel hombre me había
ofendido y nadie me movió a hacerlo: fui yo quien quiso ese duelo. Jean Lorrain
estaba celoso del prólogo que Anatole France había escrito para mi libro Los
placeres y los días; sostenía que sólo era un cumplido de salón para un joven
mundano enfermo de literatura. Intercambiarnos unos disparos en los bosques de
Meudon al amanecer. Sólo se trataba de un gesto.
Y añadió, burlándose:
-Todo el mundo dijo que yo había
sido «muy valiente» ... , aunque cometí la imprudencia de escribir en una carta
que había llorado en las horas que precedieron al duelo. Cierto que también había
escrito: “... Y sin embargo no soy un cobarde”.
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