Monsieur Proust, Céleste Albaret, p. 78
En la cocina y en mi dormitorio
yo sabía todavía, al levantarme, lo que era el día. En el resto de la casa el
día no entraba jamás, las cortinas permanecían siempre herméticamente cerradas.
La habitación de corcho estaba aislada por los postigos cerrados, y las grandes
cortinas azules, forradas y gruesas, también cerradas; y entre los postigos y
las cortinas había un cristal doble contra el ruido. Ni siquiera se oían los
tranvías que circulaban por el boulevard. Vivíamos a la luz de la electricidad
o en una noche perpetua.
Ahora comprendo que toda la
búsqueda de monsieur Proust, el gran sacrificio que hizo por su obra, consistió
en situarse fuera del tiempo para poder reencontrarlo. Cuando ya no hay tiempo, impera el silencio. Y él necesitaba
ese silencio para oír sólo las voces que quería oír, las que están en sus
libros. En aquel entonces yo no era consciente de ello. Pero ahora, algunas
noches, cuando estoy sola y no puedo dormir y reflexiono, creo verle tal como
era seguramente, en su habitación, cuando yo me había retirado: solo también,
pero en su propia noche, mientras en el exterior ya reina desde hace mucho el
día, monsieur Proust trabaja en sus cuadernos. E imagino que yo estoy allí, sin
sospechar hasta el final, o casi, que él buscó esa soledad y ese silencio aun sabiendo
que acabarían con su vida. Pero entonces recuerdo lo que me dijo en cierta
ocasión el doctor Robert Proust: «Mi hermano podría haber vivido más tiempo, si
hubiera aceptado vivir la vida de todo el mundo. Pero él lo quiso así, lo quiso
así por su obra, y nosotros no podemos hacer otra cosa que aceptarlo». Y oigo,
sobre todo, la voz de monsieur Proust: «Estoy muy cansado, querida Céleste.
Pero es necesario, es necesario ... ».
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