Veo entrar a un gran señor
Hace ahora sesenta años que le vi
por primera vez, y, sin embargo, parece que fue ayer. A menudo me decía: «Cuando
yo haya muerto, usted recordará siempre al pequeño Marcel, porque no encontrará
nunca a nadie como él». Y ahora me doy cuenta de que tenía razón, como, por
otra parte, la tenía siempre. Nunca he dejado de pensar en él ni de tomarle
como ejemplo. Las noches que no duermo, es como si me hablara. Surge un
problema, me pregunto: «Si él estuviera aquí, ¿qué me aconsejaría? ». Y oigo su
voz: «Querida Céleste ... », y sé lo que me diría. Creo que él me envía todas
las cosas buenas que me pasan, porque sólo deseaba mi bien. ¡Se ponía tan
contento cada vez que me ocurría algo bueno o que alguien le hablaba
elogiosamente de mí! Cuando uno ha tenido de vivo el poder que él tenía, es
imposible que lo pierda después, y estoy segura de que, incluso en el más allá,
sigue a mi lado.
Diez años no es mucho tiempo.
Pero se trataba de Monsieur Proust, y estos diez años en su casa, a su lado,
constituyen toda una vida para mí, y agradezco al destino que me la concediera,
porque no hubiera podido soñar una vida más hermosa. Yo no me daba enteramente
cuenta. Vivía día a día, contenta de estar allí. Cuando se lo decía, él me dirigía aquella miradita
escrutadora, irónica y amable a la vez, y replicaba: «Veamos, querida Céleste,
¿no resulta un poco triste pasarse las noches enteras aquí, con un enfermo?». Y
yo protestaba. Él bromeaba, pero había adivinado antes que yo lo que aquella
existencia representaba para mí. Es difícil de expresar. Se trataba de su
encanto, su sonrisa, su forma de hablar, con su pequeña mano apoyada en la
mejilla. Marcaba el ritmo de la canción. Cuando la vida se detuvo para él, se
detuvo también para mí. Pero la canción ha subsistido.
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