Monsieur Proust, Celéste Albarte, p. 284
-Pero, Céleste, no se trata de un
don. Es, en primer lugar, una facultad intelectual que se cultiva y que a la
larga se convierte en una costumbre. Como había muchas actividades que me estaban
prohibidas, permanecía inmóvil mucho tiempo, en medio del ajetreo de la vida, y
aunque sólo fuera para distraerme, miraba agitarse a los demás, muchas veces
con envidia, lo que me llevaba a observarlos aún mejor. Empecé de muy niño. A
partir del día en que tuve asma, tanto en los Champs-Elysées como en el Pré
Catelan de Illiers, en casa de mi tío Amiot, no podía correr, me paseaba. En
Illiers, pasaba horas enteras mirando fluir el agua del Loir, y después leyendo
o escribiendo en el pequeño pabellón con toda la naturaleza ante mis ojos. Lo
mismo ocurría cuando acompañaba a mi tío en su tílburi; veía cómo se desplegaba
y se movía el paisaje, y cómo los campanarios de los pueblos sonaban en la
llanura. La vida, las personas, son también una naturaleza que se despliega y
pasa; pero, a fuerza de mirar, de observar, uno acaba por interesarse en las
relaciones y, como los sabios, a través de las relaciones, con reflexión, se
llegan a descubrir las leyes.
También me decía, señalando con
un gesto sus ojos y su frente:
-Todo está anotado aquí, Céleste.
Si no hay memoria, no se puede comparar, y sólo comparando se llega a completar
el pensamiento. Pero nunca se acaba. Por eso necesito siempre ir a ver las
cosas una y otra vez.
-La verdad de la vida está en la
observación y la memoria. Si no, se limita a pasar. He puesto toda mi
observación y toda mi memoria en mis personajes, para que sean verdaderos. Para
ser verdaderos, tienen que estar completos. Por eso a cada uno le he vestido y
peinado a base de los detalles y el recuerdo de tantos otros a los que he
observado a lo largo de mi vida.
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