Monsieur Proust, Celéste Albaret, p. 399
Aquella noche del 17 al 18 de
noviembre, me llamó a medianoche, para que me quedara a su lado, tal como le
había dicho a su hermano.
Me recibió con una voz casi
alegre:
-Pues bien, mi querida Céleste,
usted va a sentarse aquí, en el sillón, y vamos a trabajar juntos.
Añadió:
-Si supero esta noche, probaré a
los médicos que soy más fuerte que ellos. Pero hay que superarla. ¿Cree que lo
conseguiré? «Naturalmente», protesté con toda sinceridad, pues estaba segura de
que sí. Me inquietaba pensar que iba a cansarse todavía más, pero eso era todo.
Me instalé y no le dejé hasta
horas después, por muy breves momentos. Primero hablamos un poco; después
retomó las correcciones y los añadidos. Empezó su trabajo dictándome, hasta las
dos de la madrugada. Yo no debía de ir muy aprisa, porque empezaba a sentirme
agotada, y además hacía un frío terrible en la habitación. Yo estaba helada.
En determinado momento, me dijo:
-Creo que me canso más de dictar
que de escribir, a causa de la respiración.
Cogió su pluma y siguió solo,
durante más de una hora.
La imagen de las agujas en la
esfera de su reloj se me quedó grabada en el momento en que la pluma dejó de
deslizarse sobre el papel y él la soltó. Eran exactamente las tres y media de
la mañana.
Me dijo:
-Estoy demasiado cansado.
Paremos, Céleste. No puedo más. Pero quédese aquí.
Más tarde, el profesor Robert
Proust me explicó que fue seguramente a esa hora cuando el absceso del pulmón
reventó, y provocó una septicemia.
Monsieur Proust todavía me dijo: -¿No
se olvidará de pegar los papeles en su lugar, Céleste? Sobre todo no lo olvide
... Es importante.
Me dio todas las indicaciones
sobre los lugares exactos. Después repitió:
-¿Lo hará bien, verdad, Céleste?
¿No lo olvidará?
Yo respondí:
-Claro que no, monsieur, puede
estar tranquilo. Ahora descanse. ¿Y si tomara algo caliente?
Se negó y me dijo, con esa mirada
de afecto que no he visto en nadie más:
-Gracias mi querida Céleste
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