Un reguero de pólvora, Rebecca West, p. 60
Era un automóvil excelente para
la Alemania ocupada. Recorrió zumbando la larga carretera arenosa que bordeaba
los alegres lagos suburbanos hasta que el horror individual del Berlín
bombardeado manifestó su personalidad de repente. Las distintas ciudades presentan
diferentes modos de desolación. A primera vista aquí no había escombros, y
pocos solares, sino kilómetro tras kilómetro de enormes casas huecas, depuradas
por el viento y la lluvia, meros diagramas de vivienda. Después de haberse
pasado la vida dibujando la opulenta arquitectura de los antiguos romanos y sus
descendientes renacentistas, Piranesi enloqueció en sus últimos años y se
dedicó a dibujar edificios igual de majestuosos,
pero despojados hasta mostrar el ladrillo desnudo, y entregados a la áspera
necesidad de ser prisiones. Berlín había experimentado precisamente ese mismo cambio.
Antaño presumía de muchas grandes avenidas, bordeadas de grandes casas,
ornamentadas con exceso. Los caparazones de esas casas aún se erguían. A menudo
podía imaginarse que la casa entera se mantenía en pie, aunque despojada de
todo ornamento, para servir a algún propósito utilitario: ser un mejor asilo o
cuartel. Pero las ventanas sin cristales miraban hacia dentro, a través de la ruina
sin habitaciones, hacia las otras ventanas sin cristales en el otro extremo, y
mostraban el cielo vacío más allá, en una mirada fija de demente.
No resultaba fácil saber qué
sentían los berlineses. Por la calle, las mujeres vestían abrigos de invierno
mejores que los que habíamos visto en lnglaterra en años. Los teatros estaban
abiertos: había un festival Oscar Wilde y por las fotos se veía que el
vestuario era muy bonito. Pero por descontado, ninguna persona, ninguna
institución, eran las mismas en esta ciudad que, mientras Londres era castigada
con látigos, lo había sido a su vez con escorpiones; una continuamente se
desconcertaba a su vez al dar con alguna forma familiar sin su contenido
acostumbrado. Los locales a pie de calle de los edificios en ruinas estaban
siendo restaurados como tiendas y un buen número de ellos abrían como
librerías. Las librerías alemanas rara vez -o nunca- habían resultado tan
acogedoras como lo son las mejores librerías inglesas, francesas o finlandesas,
pero sí habían constituido la desembocadura de un negocio editorial
inmensamente poderoso y eficiente. Ahora, sin embargo, meramente contenían propaganda
aliada y una cierta cantidad de volúmenes que brindaban a algunos autores
alemanes una clase de fama singularmente desagradable. Cada librería exhibía un
buen montón de ejemplares de unas pocas obras de desconocidos autores alemanes;
era obvio que cuando estos libreros habían retomado sus actividades con permiso
de los Aliados, se habían visto forzados a surtir sus estanterías recurriendo a
la exhumación de remanentes de títulos publicados antes de la guerra, que
habían resultado un fracaso y habían tenido que ser almacenados.