Nuestra parte de la noche, Mariana Enriquez, p. 398
Mi año cero, 1967. Los bengalíes
que vendían estolas con signos mágicos por la calle, músicos callejeros
vestidos con disfraces isabelinos, brazaletes plásticos de Biba, los saris
indios que nunca me quedaron bien y terminaba mandándole por correo a Tali, que
estaba de novia con Juan y no me importaba, me daba un poco de celos pero
entendía: él y yo necesitábamos una vida separados para volver a encontrarnos.
Las boutiques de Walton Street, las botas hasta los muslos con minifaldas, que
me costaba usar porque hay que tener las piernas muy delgadas para que queden
bien. En Carnaby Street una diseñadora me explicó la mejor opción para mi
cuerpo y mi estilo: faldas largas o pantalones pata de elefante con tacos
altos, boas, aros de bronce, el pelo batido si la humedad no me permitía
controlar el lacio. Le compré a una chica aros con forma de pentagrama, bien
grandes, negros. Había aprendido a trazar los sellos de la llave de Salomón a
la perfección. Había empezado a hacerlos de muy chica pero en Londres la Orden
me perfeccionó. No usaba los materiales tradicionales: los hacía con tiza. A
veces con sangre. El tiempo parecía infinito. Con mi Mustang iba a Cambridge,
tomaba las clases, lograba compatibilizarlas con las de Warburg, y quedaban
horas para la magia y la ropa y los paseos. El tiempo, de pronto, se había
estirado. Sabía que iba a ser así: era lo que había venido a buscar. La pasta
de Alvaro's cuando teníamos mucha hambre. Baghdad House, el restarán donde la
gente fumaba hash abiertamente y se escuchaba música maqam. Acompañar a Stephen
a King' s Road, donde estaba su sastre favorito. El club Seven and a Half donde
vi a Jimi Hendrix, un sótano tan cargado de humo y tan opresivo que el ácido me
cerró la garganta y me hizo llorar. Los shows increíbles en el Marquee.
Planeábamos nuestros viajes de ácido a destinos predecibles: el Caballo Blanco
de Berkshire, que mirábamos durante horas desde lejos, su figura estilizada de
tiza, de un minimalismo increíble; los círculos de piedra neolítica de Avebury; Glastonbury y Stonehenge, donde
siempre nos encontrábamos con hippies y travellers y los cientos de neopaganos
y místicos que poblaban el país: una vez nos topamos con una ceremonia “druídica”
y Laura, mi compañera, que estaba en un trip y borracha, se rió tanto que nos
echaron. You don 't know anything, les gritaba, if only, y Stephen le tapaba la
boca porque si Florence se enteraba de que andábamos por ahí insinuando nuestro
secreto, el castigo podía ser importante. A mí me gustaba ir a Stonehenge:
muchos músicos visitaban el círculo, y a mí nada me gustaba más que la música.
Algunos llevaban guitarras y era hermoso cantar con ellos envuelta en un saco
de piel afgano, fumando hachís. Casi siempre incluíamos en los paseos la casa
de Edward ] ames en West Sussex, la mansión de los surrealistas con su bosque y
su coto de caza. Años después, Tali me preguntaba seguido cómo hacíamos para
manejar drogados.
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