SPQR, Mary Beard, p. 371
Cleopatra estaba en Roma cuando
asesinaron a César, alojada en una de las villas del dictador en las afueras de
la ciudad. Aquello era lo mejor que le pudo proporcionar el dinero romano,
aunque sin duda nada parecido al lujoso entorno de su hogar en Alejandría. Después
de los idus de marzo de 44 a. C., hizo rápidamente las maletas y regresó a casa
(“La marcha de la reina no me preocupa”, escribió Cicerón a Ático con un
transparente eufemismo). No obstante, siguió metiendo mano en la política
romana por razones urgentes y obvias: seguía necesitando apoyo exterior para
apuntalar su posición como gobernante de Egipto, y tenía mucho efectivo y otros
recursos para ofrecer a quien estuviera dispuesto a apoyarla. Primero se
enamoró de Dolabela, el que una vez fuera yerno de Cicerón, pero tras su muerte
se decantó por Marco Antonio. La relación entre ambos se ha descrito siempre
desde el punto de vista erótico, unas veces como una desesperada pasión por
parte de Marco Antonio y otras como una de las más grandes historias de amor de
la historia de Occidente. Puede que la pasión fuera un elemento presente, pero
su relación se sustentaba en algo más prosaico: en las necesidades militares,
políticas y económicas.
En el año 40 a. C. Octaviano y
Marco Antonio se habían repartido el Mediterráneo entre los dos, dejando sólo
una pequeña porción para Lépido. Por consiguiente, durante gran parte de la década
de los años 30 a. C., Octaviano operó en Occidente, ocupándose de los enemigos
romanos dispersos que aún le quedaban -entre ellos el hijo de Pompeyo Magno, el
principal vínculo existente de las guerras civiles de comienzos de la década de
los años 40 a. C.- y conquistando nuevos territorios al otro lado del Adriático.
Entretanto, en Oriente, Marco Antonio organizó campañas militares de mayor
envergadura, contra Partia y Armenia, pero con éxito variable, a pesar de los
recursos de Cleopatra. Las noticias que llegaban a Roma exageraban el lujo en
el que vivía la pareja en Alejandría. Circulaban historias fantásticas sobre
sus decadentes banquetes y su famosa apuesta para ver quién era capaz de montar
la cena más cara de todas. Un relato romano profundamente reprobatorio informa
de que ganó Cleopatra, que organizó un festín por valor de diez millones de
sestercios (casi lo que costaba la casa más lujosa de Cicerón), incluyendo el
coste de una fabulosa perla que -en un acto de absoluta ostentación y soberbia
sin sentido- disolvió en vinagre y se la bebió. Los tradicionalistas romanos
estaban también preocupados ante la impresión de que Marco Antonio empezaba a
tratar Alejandría como si fuera Roma, hasta el punto de celebrar allí la ceremonia
de triunfo típicamente romana tras algunas victorias menores en Armenia. Un
antiguo escritor plasmó las objeciones diciendo: «En beneficio de Cleopatra
concedió a los egipcios las. ceremonias honorables y solemnes de su propia
tierra».
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