SPQR, Mary Beard, p. 509
Probablemente les habría sorprendido a ambos, a Plinio y a Trajano,
descubrir que dos mil años después el más famoso de sus intercambios de
correspondencia tuviera que ver con un nuevo grupo religioso aparentemente
insignificante, pero incómodo y absorbente: los cristianos. Plinio admitía que
sabía cómo manejarlos. Para empezar, les había dado varias oportunidades de
retractarse y había ejecutado solo a aquellos que se habían negado a hacerlo
(«Sin duda su terquedad e inflexible obstinación han de ser castigadas»). Sin
embargo, después hubo muchos nombres que reclamaron su atención, porque la
gente había empezado a zanjar viejas disputas acusando a sus enemigos de ser
cristianos. Plinio continuó permitiendo que los investigados se retractasen,
siempre que demostrasen su sinceridad vertiendo vino e incienso frente a las
estatuas del emperador y de los verdaderos dioses. No obstante, para descubrir
qué había en el fondo de todo aquello, hizo torturar e interrogar a dos esclavas
cristianas (tanto en la Grecia como en la Roma antiguas, los esclavos solo
podían testificar legalmente bajo tortura) y concluyó que el cristianismo «no
era más que una superstición perversa y subversiva». Solo quería que Trajano le
confirmase que aquel había sido el método correcto de aproximación. Y esto es
más o menos lo que hizo el emperador, aunque añadió una voz de alerta: «Los
cristianos no deberían ser perseguidos -escribió-, pero si son acusados y
declarados culpables, han de ser castigados». Esta es la primera discusión
sobre el cristianismo de la que tenemos constancia, al margen de la literatura judía
o cristiana.
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