SPQR, Mary Beard, p. 361
Es muy posible que Cicerón
estuviera sentado en el Senado en los idus de marzo de 44 a. C. cuando César
fue asesinado, y que fuera testigo presencial del caótico y chapucero
homicidio. Una banda de unos veinte
senadores se arremolinó en torno a César con el pretexto de entregarle una
petición. Un senador sin cargo dio la señal para el ataque arrodillándose a los
pies del dictador y tirando de su toga. Los asesinos no fueron muy precisos en
su objetico, o quizás estaban aterrorizados hasta la torpeza. Uno de los
primeros golpes con la daga falló por completo y le dio a César la oportunidad de
defenderse con la única arma que tenía a mano: su afilada pluma. Según el
relato más antiguo que se conserva, el de Nicolás de Damasco, un historiador
griego de Siria que escribió cincuenta años después pero inspirándose en
descripciones de testigos presenciales, algunos asesinos quedaron atrapados
bajo el “fuego amigo»: Cayo Casio Longino arremetió contra César pero terminó apuñalando
a Bruto; otro golpe falló el blanco y aterrizó en el muslo de un camarada.
Mientras caía, César gritó en
griego a Bruto: «Tú también, hijo”, que bien podía ser una amenaza («¡Te
pillaré, muchacho”) o un conmovedor lamento por la deslealtad de un joven amigo
(“¿Tú también, hijo mío?»), o incluso, como algunos contemporáneos sospecharon,
una revelación final de que Bruto era, de hecho, el hijo natural de la víctima
y que aquello no era un simple asesinato sino un parricidio. La famosa frase
latina “¿Et tu, Brute” («¿Tú también, Bruto?») es un invento de Shakespeare.
Los senadores que contemplaron la
escena pusieron pies en polvorosa; si Cicerón estaba allí, no fue más valiente
que los demás. No obstante, cualquier huida precipitada se vio interceptada por
una multitud de miles de personas que en aquel momento salían del teatro de
Pompeyo que estaba al lado, tras asistir a un espectáculo de gladiadores.
Cuando se enteraron de lo que había ocurrido, también quisieron refugiarse en
la seguridad de sus casas lo más rápido posible, a pesar de los intentos de
Bruto clamando tranquilidad y diciendo que no tenían de qué preocuparse, que
era una buena noticia, no mala. La confusión empeoró aún más cuando Marco
Emilio Lépido, uno de los colegas más íntimos de César, abandonó el foro para
reunir a algunos soldados acantonados justo fuera de la ciudad, casi chocando
con un grupo de asesinos que venían del otro lado para anunciar su victoriosa hazaña,
seguidos de cerca por tres esclavos que transportaban por turnos el cuerpo de
César en una litera a su casa. Era una tarea complicada para solo tres personas
y, según informes, los brazos heridos del dictador colgaban de forma
estremecedora a ambos lados.
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