Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

ENRIQUE LISTER


Terra Alta, Javier Cercas, p. 252-253
 “Averigua que ha pasado -le ordenó Líster a su enlace-. Si han perdido la posición, dile al oficial que la recuperen como sea.» Y, para que no hubiera dudas, el general le entregó un papel donde había escrito la orden de su puño y letra. El enlace obedeció, subió la montaña, llegó a la ermita. El espectáculo que allí le aguardaba era desolador: tumbado contra el tronco de un ciprés, un capitán republicano jadeaba con la cara tiznada y el uniforme en ruinas, manchado de polvo y de sangre; a su alrededor, quince o veinte soldados deshechos por el combate sobrevivían aquí y allá, ocultos entre los árboles. El enlace de Líster le preguntó al capitán dónde estaba el resto de la unidad y el capitán le dio a entender que todos estaban muertos o desaparecidos, a pesar de lo cual el enlace le comunicó la orden de Líster y luego le entregó el papel donde el general la había puesto por escrito. El capitán leyó la orden. Una vez leída, pareció quedarse unos segundos en blanco, ausente, y a continuación empezó a mover a un lado y a otro la cabeza, como negándose en silencio a acatarla, o como si estuviese a punto de enloquecer. Luego, pasado un lapso de tiempo que el enlace no sabía si computar en minutos o en segundos, el capitán se levantó y, caminando como un sonámbulo, se acercó a donde se hallaban los hombres que le quedaban, los reunió y les dijo: «Me acaban de dar la orden de recuperar la cota». Un silencio incrédulo acogió la noticia; el capitán hizo una pausa para que sus soldados la asimilasen, tal vez para terminar de asimilarla él mismo, hasta que por fin añadió: «Yo la voy a cumplir. El que quiera seguirme que me siga. El que no, que se pierda por ahí». Siempre según el jubilado (o siempre según el relato que el enlace le hizo al jubilado), el capitán dijo esto último con un ademán indiferente que parecía querer abarcar la sierra y, una vez lo hubo dicho, desenfundó la pistola y echó a andar montaña arriba hacia la cota ocupada por los franquistas, sin mirar atrás ni tomar precauciones, sin saber si subía solo o si alguno de sus soldados caminaba tras él. El enlace vio entonces cómo, uno a uno, aquel puñado de soldados exhaustos, famélicos y polvorientos se levantaba y seguía a su capitán, vio que todos se desplegaban trepando por la ladera desprotegida, subiendo hacia la cumbre en medio de un silencio mortal, como una comitiva de fantasmas vagando en el crepúsculo de la sierra, seguros de que ofrecían un blanco fácil y de que todos iban a morir. Y en aquel momento ocurrió un milagro o algo que el enlace, paralizado de terror entre los cipreses de la ermita, temblando de pies a cabeza pero incapaz de apartar los ojos de la carnicería que estaba a punto de presenciar, sólo pudo interpretar como un milagro, y es que los franquistas que ocupaban la cota no dispararon contra aquel montón de desharrapados con los que llevaban matándose desde la salida del sol, no los masacraron a placer sino que se retiraron sin oponer resistencia, como si se rindieran ante aquel suicidio colectivo o como si estuviesen igual de hartos de guerra que sus enemigos y ya no les quedasen ánimos para seguir matando.
-Así que los quince o veinte soldados republicanos tomaron la cota sin pegar un solo tiro -terminó el jubilado.


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