Terra Alta, Javier Cercas, p. 252-253
“Averigua que ha pasado -le ordenó Líster a su
enlace-. Si han perdido la posición, dile al oficial que la recuperen como
sea.» Y, para que no hubiera dudas, el general le entregó un papel donde había
escrito la orden de su puño y letra. El enlace obedeció, subió la montaña,
llegó a la ermita. El espectáculo que allí le aguardaba era desolador: tumbado contra
el tronco de un ciprés, un capitán republicano jadeaba con la cara tiznada y el
uniforme en ruinas, manchado de polvo y de sangre; a su alrededor, quince o
veinte soldados deshechos por el combate sobrevivían aquí y allá, ocultos entre
los árboles. El enlace de Líster le preguntó al capitán dónde estaba el resto
de la unidad y el capitán le dio a entender que todos estaban muertos o desaparecidos,
a pesar de lo cual el enlace le comunicó la orden de Líster y luego le entregó
el papel donde el general la había puesto por escrito. El capitán leyó la
orden. Una vez leída, pareció quedarse unos segundos en blanco, ausente, y a
continuación empezó a mover a un lado y a otro la cabeza, como negándose en
silencio a acatarla, o como si estuviese a punto de enloquecer. Luego, pasado un
lapso de tiempo que el enlace no sabía si computar en minutos o en segundos, el
capitán se levantó y, caminando como un sonámbulo, se acercó a donde se
hallaban los hombres que le quedaban, los reunió y les dijo: «Me acaban de dar
la orden de recuperar la cota». Un silencio incrédulo acogió la noticia; el
capitán hizo una pausa para que sus soldados la asimilasen, tal vez para
terminar de asimilarla él mismo, hasta que por fin añadió: «Yo la voy a cumplir.
El que quiera seguirme que me siga. El que no, que se pierda por ahí». Siempre
según el jubilado (o siempre según el relato que el enlace le hizo al
jubilado), el capitán dijo esto último con un ademán indiferente que parecía
querer abarcar la sierra y, una vez lo hubo dicho, desenfundó la pistola y echó
a andar montaña arriba hacia la cota ocupada por los franquistas, sin mirar
atrás ni tomar precauciones, sin saber si subía solo o si alguno de sus soldados
caminaba tras él. El enlace vio entonces cómo, uno a uno, aquel puñado de soldados
exhaustos, famélicos y polvorientos se levantaba y seguía a su capitán, vio que
todos se desplegaban trepando por la ladera desprotegida, subiendo hacia la
cumbre en medio de un silencio mortal, como una comitiva de fantasmas vagando
en el crepúsculo de la sierra, seguros de que ofrecían un blanco fácil y de que
todos iban a morir. Y en aquel momento ocurrió un milagro o algo que el enlace,
paralizado de terror entre los cipreses de la ermita, temblando de pies a cabeza
pero incapaz de apartar los ojos de la carnicería que estaba a punto de
presenciar, sólo pudo interpretar como un milagro, y es que los franquistas que
ocupaban la cota no dispararon contra aquel montón de desharrapados con los que
llevaban matándose desde la salida del sol, no los masacraron a placer sino que
se retiraron sin oponer resistencia, como si se rindieran ante aquel suicidio colectivo
o como si estuviesen igual de hartos de guerra que sus enemigos y ya no les
quedasen ánimos para seguir matando.
-Así que los quince o veinte
soldados republicanos tomaron la cota sin pegar un solo tiro -terminó el
jubilado.
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