SPQR, Mary Beard, P. 353
A grandes rasgos, en Italia debía
de haber entre un millón y medio y dos millones de esclavos a mediados del
siglo 1 a. C., que constituían quizá el 20% de la población. Compartían la única
característica definitoria de ser una propiedad humana en manos de otro. Aparte
de esto, eran tan diferentes en cuanto a origen y estilo de vida como los
ciudadanos libres. No existía nada parecido al típico esclavo. Algunos de los
que poseía Cicerón habían sido esclavizados en el extranjero tras la derrota en
la guerra. Otros habían sido producto de un cruel comercio que se lucraba
traficando con personas de los lindes del imperio. Otros habían sido
«rescatados» de los vertederos o habían nacido esclavos, en la casa, de mujeres
esclavas. Curiosamente, a lo largo de los siglos siguientes, a medida que la
escala de las guerras de conquista romana empezó a disminuir, esta «crianza
doméstica» se convirtió en la principal fuente de provisión de esclavos, consignando
a las esclavas al mismo régimen reproductivo que el de sus homólogas libres. En
general, las condiciones de vida y trabajo de los esclavos abarcaban desde la
crueldad y la penuria hasta rozar el lujo. Los cincuenta diminutos cubículos
para los esclavos en la grandiosa mansión de Escauro no eran lo peor que podía temer
un esclavo. Algunos, en las propiedades con actividades industriales y
agrícolas más grandes, vivían más o menos en cautiverio. Muchos eran azotados.
De hecho, esa vulnerabilidad al castigo corporal era una de las cosas que hacía
que un esclavo fuera esclavo: Chivo Expiatorio era uno de sus apodos más
frecuentes. Sin embargo, también había unos pocos, una pequeña minoría que
destaca en los testimonios conservados, cuyo estilo de vida diario debió de
parecer envidiable al ciudadano romano libre, pobre y hambriento. Desde su
punto de vista, los esclavos asistentes de hombres adinerados en mansiones
lujosas, sus médicos privados o consejeros literarios, normalmente esclavos de origen
griego, vivían vidas regaladas.
Las actitudes de la población
libre respecto a sus esclavos y a la esclavitud como institución eran también
variadas. Para los propietarios, el desdén y el sadismo iban emparejados con
una especie de temor y ansiedad sobre su dependencia y vulnerabilidad, que
muchos refranes populares plasman a la perfección. «Todos los esclavos son
enemigos», rezaba un dicho de la sabiduría romana. Y en el reinado de Nerón,
cuando a alguien se le ocurrió la brillante idea de obligar a los esclavos a
llevar uniforme, la medida se rechazó porque aquello haría que la población
esclava se percatase de lo numerosa que era. No obstante, cualquier intento por
trazar una línea clara entre esclavos y libres o por definir la inferioridad de
los esclavos (algunos teorizantes se preguntaban si más que personas eran
cosas) se veía necesariamente desbaratado por la práctica social. En muchos contextos
los esclavos y las personas libres trabajaban en estrecha proximidad. En el
taller corriente, los esclavos podían ser tanto amigos y confidentes como
bienes muebles. También formaban parte de la familia romana; la palabra latina
familia incluía siempre a los miembros libres y a los no libres de la casa.
Para muchos, la esclavitud era en
cualquier caso un estatus temporal, que se añadía a la confusión conceptual. La
costumbre romana de liberar a tantos esclavos se debía a todo tipo de
consideraciones prácticas: sin duda era más barato, por ejemplo, conceder la
libertad a los esclavos que mantenerlos cuando llegaban a la improductiva
vejez. No obstante, este era un aspecto crucial de la difundida imagen de Roma
como cultura abierta, que convirtió al cuerpo de ciudadanos romanos en el más diverso
desde el punto de vista étnico que jamás existiera antes, añadiendo otro motivo
a la angustia cultural. ¿Estaban los romanos liberando a demasiados esclavos?,
se preguntaban. ¿Los liberaban por motivos equivocados? Y ¿cuál era la
consecuencia de todo esto para la idea de romanidad?
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