De Perder teorías de Enrique Vila-Matas, p.9-10
Era yo el que no sabía nada. Nada, por ejemplo, de lo que me esperaba en aquel hotel. En la recepción me dieron, de parte de la Villa Fondebrider, un gran sobre blanco que contenía un mapa de Lyon y un completo programa de las numerosas actividades que tenían lugar en el Centro Artístico Desbordes-Valmore, a un kilómetro del hotel. Sólo un sobre blanco con un mapa y un programa, y ni una palabra de bienvenida, ni una tarjeta o carta personal de alguien, nada más. No sabía yo en qué momento —si existía tal momento— se pondrían en contacto conmigo. Subí a mi cuarto y, pasada una hora sin que nadie se ocupara de mí, sentí que había comenzado a convertirme en un esperador. ¿No era lo que en realidad había sido siempre?
Si lo pensaba bien, mi vida podía ser descrita como una sucesión de expectativas. En realidad, siempre había sido un esperador. Y nunca había perdido de vista que Kafka nos descubrió que la espera es la condición esencial del ser humano. Recuérdese, por ejemplo, Ante la ley, donde el protagonista se pasa la vida esperando cruzar una puerta que sólo está destinada a él y que nunca va a lograr atravesar.
Recordé relatos —de Julien Gracq, por ejemplo— donde la espera prevalecía sobre el acontecimiento, lo que servía como pretexto para el desplazamiento de la temporalidad: el tiempo se escandía y alargaba a través del sistema de sucesión de expectativas que, al verse interrumpidas por otras nuevas expectativas, daban paso a nuevos comienzos y nuevas esperas, y así hasta el final del relato, que solía coincidir con el final de la primera expectativa y el comienzo de una nueva espera, que a su vez parecía abrir nuevas expectativas.
En Gracq los relatos y las novelas eran como salas de espera. En su narración corta La presq’ílle -primera de las tres nouvelles que componen el libro del mismo título-, la acción casi inmóvil se iniciaba directa y literalmente en la sala de espera de una estación de tren: «A través de la puerta vidriera de la sala de espera» eran las primeras palabras de La presq’ille. Ahí estaba condensado todo Gracq, siempre sentado en la gran sala de espera del mundo. Durante las siete horas que duraba la casi invisible acción de La presq’ílle, ésta se subdividía en pequeñas historias, recuerdos y secuencias que iban de alguna forma amueblando mentalmente el tiempo vacío de Simon, el joven protagonista, el esperador.
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