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Íbamos a cenar en un restaurante. No diré en cuál, porque si lo digo puede que la próxima vez esté lleno de gente que quiera ver si hemos vuelto. Había reservado Serge. De las reservas siempre se ocupa él. El restaurante es uno de esos a los que hay que llamar con tres meses de antelación, o seis u ocho, ya he perdido la cuenta. Yo jamás querría saber con tres meses de antelación adónde iré a cenar una noche determinada, pero parece que hay gente a quien eso no le importa nada. Si dentro de unos siglos los historiadores quieren saber cuán idiota era la humanidad a comienzos del siglo xxi, no tendrán más que echar un vistazo a los ordenadores de los llamados restaurantes selectos, porque resulta que todos esos datos se guardan. Si la vez anterior el señor L. estuvo dispuesto a esperar tres meses por una mesa junto a la ventana, bien esperará ahora cinco por una mesa al lado de la puerta de los servicios. En esos restaurantes, a eso se lo llama «llevar los datos de los clientes».
Serge jamás reserva con tres meses de antelación. Suele hacerlo el mismo día; se lo toma como un juego, dice. Hay restaurantes que siempre dejan una mesa libre para personas como Serge Lohman, y éste es uno de ellos. Uno de muchos, por cierto. Cabría preguntarse si en todo el país queda algún restaurante donde no pierdan los papeles al oír el nombre de
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