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COMO de costumbre, el viejo Falls había conseguido que John Sartoris estuviera con él en la habitación; una vez más había hecho tres millas a pie desde el asilo del condado, trayendo consigo, como una fragancia, como el olor a limpio de su mono desteñido, cubierto de polvo, el espíritu del hombre muerto; y en la oficina de su hijo, los dos, el pobre de solemnidad y el banquero, conversaron de nuevo durante media hora, en compañía de aquel que había pasado del otro lado de la muerte y regresado después.
Liberada del tiempo y de la carne, la presencia de John Sartoris resultaba mucho más real que la de los dos ancianos que permanecían sentados, tratando, sucesivamente, de penetrar a gritos la sordera del otro, mientras en la habitación contigua ios asuntos del banco seguían su marcha y los clientes de las tiendas vecinas escuchaban el confuso alboroto de voces que les llegaba a través de las paredes. John Sartoris resultaba mucho más palpable que aquellos dos ancianos, unidos por su sordera comdn a una época ya muerta que se hacía cada vez más tenue con el lento desgaste de ios días; incluso ahora, cuando el viejo Falls ya se había puesto en camino para recorrer las tres millas que lo devolverían al asilo que consideraba su hogar, John Sartoris aumn seguía presente en el cuarto, por encima y alrededor de su hijo, con su rostro barbado y su perfil de halcón, de manera que, mientras el viejo
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a vez más había hecho tres millas a pie desde el asilo del condado, trayendo consigo, como una fragancia, como el olor a limpio de su mono desteñido, cubierto de polvo, el espíritu del hombre muerto; y en la oficina de su hijo, los dos, el pobre de solemnidad y el banquero, conversaron de nuevo durante media hora, en compañía de aquel que había pasado del otro lado de la muerte y regresado después.
Liberada del tiempo y de la carne, la presencia de John Sartoris resultaba mucho más real que la de los dos ancianos que permanecían sentados, tratando, sucesivamente, de penetrar a gritos la sordera del otro, mientras en la habitación contigua ios asuntos del banco seguían su marcha y los clientes de las tiendas vecinas escuchaban el confuso alboroto de voces que les llegaba a través de las paredes. John Sartoris resultaba mucho más palpable que aquellos dos ancianos, unidos por su sordera comdn a una época ya muerta que se hacía cada vez más tenue con el lento desgaste de ios días; incluso ahora, cuando el viejo Falls ya se había puesto en camino para recorrer las tres millas que lo devolverían al asilo que consideraba su hogar, John Sartoris aumn seguía presente en el cuarto, por encima y alrededor de su hijo, con su rostro barbado y su perfil de halcón, de manera que, mientras el viejo
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