La edad de oro amanecía, y los griegos, divinos pastores, contemplaban aún las pálidas estrellas. Era en el silencio de las majadas, sobre las Colinas con olivos, entre los perros vigilantes. Sus almas se revelaron con la aurora; aquellos cabreros tenían los ojos soberanos de las águilas y todas sus intuiciones las arrancaron a la celeste entraña del Sol. Los bosques de sagrados senderos, los arroyos claros, las grutas de donde vuelan en los ocasos los pájaros de largas alas, las sombras de los laureles, las playas lejanas y doradas, con el mar azul, fueron los pobladores de sus almas. Con ojos maravillados bajo la luz, recibían todas las imágenes como especies eucarísticas, y eran tantas y tan diversas las imágenes, que en ellas se cifraban las normas de todo el conocimiento. El sentir de los griegos fue hijo del mar y del cielo, de las colinas con olivares y viñedos, y de las serranías con rebaños, de los bosques con genios y de la lujuria de las formas
De La lámpara maravillosa de Ramón María del Valle-Inclán
No hay comentarios:
Publicar un comentario