«Sí, señores. Hace mal tiempo y estamos esperando a que cambie. Pero es mejor que haga mal tiempo a que no haga ninguno, y mejor que estemos esperando a que no esperemos nada.»
Citado por EV-M de las Memorias de Bertand Rusell
Te quiero más que a la salvación de mi alma
MY GENERATION
De Sunset Park, de Paul Auster, p.98-99
... y cuando se pone a pensar en esa generación de hombres callados, los niños que crecieron durante la Depresión para ser ya mayores cuando estalló la guerra convertirse o no en combatientes, no les reprocha que se nieguen a hablar, que no quieran volver al pasado, pero qué curioso resulta, piensa ella, qué incoherencia tan sublime que su propia generación, que no tiene mucho que contar todavía, haya producido hombres que nunca dejan de hablar, personas como Bing, por ejemplo, o como Jake, que se pone a hablar de sí mismo a la menor oportunidad, que tiene opinión sobre todos los temas, que vomita palabras de la mañana a la noche, aunque el hecho de que hable no quiere decir que ella quiera oírle, mientras que en lo que se refiere a los hombres callados, a los viejos, a los que están a punto de desaparecer, daría cualquier cosa por escuchar lo que tuvieran que decir.
... y cuando se pone a pensar en esa generación de hombres callados, los niños que crecieron durante la Depresión para ser ya mayores cuando estalló la guerra convertirse o no en combatientes, no les reprocha que se nieguen a hablar, que no quieran volver al pasado, pero qué curioso resulta, piensa ella, qué incoherencia tan sublime que su propia generación, que no tiene mucho que contar todavía, haya producido hombres que nunca dejan de hablar, personas como Bing, por ejemplo, o como Jake, que se pone a hablar de sí mismo a la menor oportunidad, que tiene opinión sobre todos los temas, que vomita palabras de la mañana a la noche, aunque el hecho de que hable no quiere decir que ella quiera oírle, mientras que en lo que se refiere a los hombres callados, a los viejos, a los que están a punto de desaparecer, daría cualquier cosa por escuchar lo que tuvieran que decir.
INCIPIT 284. EL ORIGINAL DE LAURA / VLADIMIR NABOKOV
EL ORIGINAL DE LAURA
Cap. Uno
Su marido, contestó ella, también era escritor..., una especie de escritor, al menos. Los hombres gordos pegan a sus mujeres se dice, y él ciertamente tenía un aspecto fiero cuando la sorprendió hojeando sus papeles. Fingió asestar un golpe con un pisapapeles de mármol y aplastar aquella mano pequeña y débil (desatando el movimiento febril de ésta). En realidad, ella buscaba una tonta carta comercial —y en absoluto trataba de descifrar su misterioso
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Cap. Uno
Su marido, contestó ella, también era escritor..., una especie de escritor, al menos. Los hombres gordos pegan a sus mujeres se dice, y él ciertamente tenía un aspecto fiero cuando la sorprendió hojeando sus papeles. Fingió asestar un golpe con un pisapapeles de mármol y aplastar aquella mano pequeña y débil (desatando el movimiento febril de ésta). En realidad, ella buscaba una tonta carta comercial —y en absoluto trataba de descifrar su misterioso
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ZSA ZSA GABOR
Ingresan al marido de Zsa Zsa Gabor al echarse pintauñas en los ojos
Efe Los Ángeles
Frederic Von Anhalt, esposo de Zsa Zsa Gabor, ingresó este martes en una clínica de Beverly Hills (California) tras confundir un esmalte de uñas con unas gotas para los ojos, dijo el publicista de la actriz, John Blanchette, en un comunicado.
"Estaba oscuro y cogió el esmalte de uñas de su mujer en vez de las gotas para los ojos", según Blanchette. "Fue estúpido", admitió el propio Von Anhalt a los medios de comunicación tras salir de la clínica
Efe Los Ángeles
Frederic Von Anhalt, esposo de Zsa Zsa Gabor, ingresó este martes en una clínica de Beverly Hills (California) tras confundir un esmalte de uñas con unas gotas para los ojos, dijo el publicista de la actriz, John Blanchette, en un comunicado.
"Estaba oscuro y cogió el esmalte de uñas de su mujer en vez de las gotas para los ojos", según Blanchette. "Fue estúpido", admitió el propio Von Anhalt a los medios de comunicación tras salir de la clínica
FELICES FIESTAS
La edad de oro amanecía, y los griegos, divinos pastores, contemplaban aún las pálidas estrellas. Era en el silencio de las majadas, sobre las Colinas con olivos, entre los perros vigilantes. Sus almas se revelaron con la aurora; aquellos cabreros tenían los ojos soberanos de las águilas y todas sus intuiciones las arrancaron a la celeste entraña del Sol. Los bosques de sagrados senderos, los arroyos claros, las grutas de donde vuelan en los ocasos los pájaros de largas alas, las sombras de los laureles, las playas lejanas y doradas, con el mar azul, fueron los pobladores de sus almas. Con ojos maravillados bajo la luz, recibían todas las imágenes como especies eucarísticas, y eran tantas y tan diversas las imágenes, que en ellas se cifraban las normas de todo el conocimiento. El sentir de los griegos fue hijo del mar y del cielo, de las colinas con olivares y viñedos, y de las serranías con rebaños, de los bosques con genios y de la lujuria de las formas
De La lámpara maravillosa de Ramón María del Valle-Inclán
De La lámpara maravillosa de Ramón María del Valle-Inclán
BERLANGA, IN MEMORIAM
Del prólogo de Francisco Umbral a “El último austrohúgaro”de Juan Hernández Les
María Jesús, la santa esposa, hace muchas más Cosas de las que parece que hace, porque es la perfecta casada de Fray Luis, pero en soriano, y a última hora me regala plumieres infantiles como cofres carpinteros de mi infancia porque no sabe que yo era un niño sin plumier El síndrome/plumier, es otro de mis síndromes freudoharapientos.
Me recuerda esta casa el cuento de los enanitos que eran dedos y que uno fue a por leña y otro fue a partirla y otro buscó un huevo y otro fue a freírlo hay un Berlanga junior que traduce a Bukovski paciente y acertadamente con la misma delicadeza con que Salinas traducía a Proust. Hay otro Berlanga junior que hace música pegamoide en silencio (los músicos suelen trabajar en silencio, desde la sordera de Beethoven basta el ruido de Wagner que no dejaba oír nada). El pegamoide luego, triunfa en Madrid con la música que ha gestad0 calladamente en el piano de Beethoven comprado de reventa en el Rastro
Hay otro Berlanga junior, o el mismo, o yo no sé, que dibuja comics o diccionariza el cheli, poniéndome Oportunas y sensatas objeciones. Hay, en fin, dentro de todo este rumoroso silencio de casa bien tenida, un hombre de cabeza romana un poco deteriorada por los siglos que se meten un dedo en la nariz (algo tienen que hacer los siglos para pasar el tiempo) y es Luís, el padre que está en su celda alta, secreta, monacal la que nunca me ha dejado subir, y de la que baja por una escalera lateral y como de palomar, cuando uno llega. Viene aún con las gafas puestas de manera que no coincidan para nada con los Ojos, y no se sabe si ha estado escribiendo un guión o haciendo la cuenta del mercado.
María Jesús, la santa esposa, hace muchas más Cosas de las que parece que hace, porque es la perfecta casada de Fray Luis, pero en soriano, y a última hora me regala plumieres infantiles como cofres carpinteros de mi infancia porque no sabe que yo era un niño sin plumier El síndrome/plumier, es otro de mis síndromes freudoharapientos.
Me recuerda esta casa el cuento de los enanitos que eran dedos y que uno fue a por leña y otro fue a partirla y otro buscó un huevo y otro fue a freírlo hay un Berlanga junior que traduce a Bukovski paciente y acertadamente con la misma delicadeza con que Salinas traducía a Proust. Hay otro Berlanga junior que hace música pegamoide en silencio (los músicos suelen trabajar en silencio, desde la sordera de Beethoven basta el ruido de Wagner que no dejaba oír nada). El pegamoide luego, triunfa en Madrid con la música que ha gestad0 calladamente en el piano de Beethoven comprado de reventa en el Rastro
Hay otro Berlanga junior, o el mismo, o yo no sé, que dibuja comics o diccionariza el cheli, poniéndome Oportunas y sensatas objeciones. Hay, en fin, dentro de todo este rumoroso silencio de casa bien tenida, un hombre de cabeza romana un poco deteriorada por los siglos que se meten un dedo en la nariz (algo tienen que hacer los siglos para pasar el tiempo) y es Luís, el padre que está en su celda alta, secreta, monacal la que nunca me ha dejado subir, y de la que baja por una escalera lateral y como de palomar, cuando uno llega. Viene aún con las gafas puestas de manera que no coincidan para nada con los Ojos, y no se sabe si ha estado escribiendo un guión o haciendo la cuenta del mercado.
INCIPIT 283. SARTORIS / WILLIAM FAULKNER
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COMO de costumbre, el viejo Falls había conseguido que John Sartoris estuviera con él en la habitación; una vez más había hecho tres millas a pie desde el asilo del condado, trayendo consigo, como una fragancia, como el olor a limpio de su mono desteñido, cubierto de polvo, el espíritu del hombre muerto; y en la oficina de su hijo, los dos, el pobre de solemnidad y el banquero, conversaron de nuevo durante media hora, en compañía de aquel que había pasado del otro lado de la muerte y regresado después.
Liberada del tiempo y de la carne, la presencia de John Sartoris resultaba mucho más real que la de los dos ancianos que permanecían sentados, tratando, sucesivamente, de penetrar a gritos la sordera del otro, mientras en la habitación contigua ios asuntos del banco seguían su marcha y los clientes de las tiendas vecinas escuchaban el confuso alboroto de voces que les llegaba a través de las paredes. John Sartoris resultaba mucho más palpable que aquellos dos ancianos, unidos por su sordera comdn a una época ya muerta que se hacía cada vez más tenue con el lento desgaste de ios días; incluso ahora, cuando el viejo Falls ya se había puesto en camino para recorrer las tres millas que lo devolverían al asilo que consideraba su hogar, John Sartoris aumn seguía presente en el cuarto, por encima y alrededor de su hijo, con su rostro barbado y su perfil de halcón, de manera que, mientras el viejo
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a vez más había hecho tres millas a pie desde el asilo del condado, trayendo consigo, como una fragancia, como el olor a limpio de su mono desteñido, cubierto de polvo, el espíritu del hombre muerto; y en la oficina de su hijo, los dos, el pobre de solemnidad y el banquero, conversaron de nuevo durante media hora, en compañía de aquel que había pasado del otro lado de la muerte y regresado después.
Liberada del tiempo y de la carne, la presencia de John Sartoris resultaba mucho más real que la de los dos ancianos que permanecían sentados, tratando, sucesivamente, de penetrar a gritos la sordera del otro, mientras en la habitación contigua ios asuntos del banco seguían su marcha y los clientes de las tiendas vecinas escuchaban el confuso alboroto de voces que les llegaba a través de las paredes. John Sartoris resultaba mucho más palpable que aquellos dos ancianos, unidos por su sordera comdn a una época ya muerta que se hacía cada vez más tenue con el lento desgaste de ios días; incluso ahora, cuando el viejo Falls ya se había puesto en camino para recorrer las tres millas que lo devolverían al asilo que consideraba su hogar, John Sartoris aumn seguía presente en el cuarto, por encima y alrededor de su hijo, con su rostro barbado y su perfil de halcón, de manera que, mientras el viejo
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COMO de costumbre, el viejo Falls había conseguido que John Sartoris estuviera con él en la habitación; una vez más había hecho tres millas a pie desde el asilo del condado, trayendo consigo, como una fragancia, como el olor a limpio de su mono desteñido, cubierto de polvo, el espíritu del hombre muerto; y en la oficina de su hijo, los dos, el pobre de solemnidad y el banquero, conversaron de nuevo durante media hora, en compañía de aquel que había pasado del otro lado de la muerte y regresado después.
Liberada del tiempo y de la carne, la presencia de John Sartoris resultaba mucho más real que la de los dos ancianos que permanecían sentados, tratando, sucesivamente, de penetrar a gritos la sordera del otro, mientras en la habitación contigua ios asuntos del banco seguían su marcha y los clientes de las tiendas vecinas escuchaban el confuso alboroto de voces que les llegaba a través de las paredes. John Sartoris resultaba mucho más palpable que aquellos dos ancianos, unidos por su sordera comdn a una época ya muerta que se hacía cada vez más tenue con el lento desgaste de ios días; incluso ahora, cuando el viejo Falls ya se había puesto en camino para recorrer las tres millas que lo devolverían al asilo que consideraba su hogar, John Sartoris aumn seguía presente en el cuarto, por encima y alrededor de su hijo, con su rostro barbado y su perfil de halcón, de manera que, mientras el viejo
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a vez más había hecho tres millas a pie desde el asilo del condado, trayendo consigo, como una fragancia, como el olor a limpio de su mono desteñido, cubierto de polvo, el espíritu del hombre muerto; y en la oficina de su hijo, los dos, el pobre de solemnidad y el banquero, conversaron de nuevo durante media hora, en compañía de aquel que había pasado del otro lado de la muerte y regresado después.
Liberada del tiempo y de la carne, la presencia de John Sartoris resultaba mucho más real que la de los dos ancianos que permanecían sentados, tratando, sucesivamente, de penetrar a gritos la sordera del otro, mientras en la habitación contigua ios asuntos del banco seguían su marcha y los clientes de las tiendas vecinas escuchaban el confuso alboroto de voces que les llegaba a través de las paredes. John Sartoris resultaba mucho más palpable que aquellos dos ancianos, unidos por su sordera comdn a una época ya muerta que se hacía cada vez más tenue con el lento desgaste de ios días; incluso ahora, cuando el viejo Falls ya se había puesto en camino para recorrer las tres millas que lo devolverían al asilo que consideraba su hogar, John Sartoris aumn seguía presente en el cuarto, por encima y alrededor de su hijo, con su rostro barbado y su perfil de halcón, de manera que, mientras el viejo
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FRANCISCO FRANCO
De Riña de gatos, de Eduardo Mendoza, p. 304-305
Pronto estuvieron a una distancia tan corta que habría podido tocarlos con sólo alargar el brazo el señor duque de la Igualada y el general Franco. Conteniendo la respiración oyó decir a este último con voz metálica:
—Una cosa está fuera de discusión, excelencia. El asunto compete al Ejército español. ¡En exclusiva! Si ese protegido de usted y su cuadrilla de pistoleretes quieren participar en cualquier actividad, deberán hacerlo con total subordinación a la milicia y actuarán cuándo y cómo se les ordene, sin oposición ni antinomia. De no ser así deberán afrontar las consecuencias de su indisciplina. La situación es grave y no podemos permitirnos arbitrariedades, Hágaselo saber a su protegido, excelencia, tal cual se lo he dicho. Simpatizo con el patriotismo de esos muchachos, no lo niego, y me hago cargo de su impaciencia, pero el asunto compete en exclusiva al Ejército español y a nadie más.
—Así mismo se lo transmitiré, mi general, pierda usted cuidado —dijo el duque—, pero el general Mola me había dado a entender.., su punto de vista al respecto...
—Mola es un gran militar, un patriota ejemplar y una gran persona —dijo Franco bajando la voz—, pero a veces le domina el sentimentalismo. Y Queipo de Llano es un tolondrón. La situación es grave y alguien ha de conservar la cabeza clara y la sangre fría. La guerra que se ave cina la ganará el que sepa mantener el orden en sus filas.
Ya se habían alejado y Anthony se deslizaba en la dirección opuesta, cuando vio venir a los otros dos generales y recuperó a toda prisa su rincón sombrío. Desde allí distin
guió el acento vinoso de Queipo de Llano.
—Emilio, si esperamos a que Franquito se decida, nos darán las uvas. Por exceso de tino nos ganarán la mano los bolcheviques, y entonces ya me dirás tú cómo lidiamos ese toro. Créeme, Emilio: el que da primero da dos veces.
—No es fácil coordinar a tanta gente. Hay mucha indecisión y mucha prudencia
—Entonces, no coordinemos. Echa a la calle a los requetés, Emilio, Si hay una escabechina, se acabarán las vacilaciones, En lo esencial, todo el mundo está de acuerdo. El lastre son las discrepancias y las rencillas personales Por no hablar del canguelo de algunos, o de la ambición de otros: Sanjurjo quiere dirigir la sublevación; Goded espera lo mismo, y Franquito a la chita callando se alzará con el santo y la limosna si no andamos listos. Si tú no tomas el mando, no iremos a ninguna parte, Emilio, te lo digo yo.
—Te escucho, Gonzalo, pero no conviene precipitarse Tú todo lo arreglas a cañonazos y aquí la cosa tiene su complejidad.
Pronto estuvieron a una distancia tan corta que habría podido tocarlos con sólo alargar el brazo el señor duque de la Igualada y el general Franco. Conteniendo la respiración oyó decir a este último con voz metálica:
—Una cosa está fuera de discusión, excelencia. El asunto compete al Ejército español. ¡En exclusiva! Si ese protegido de usted y su cuadrilla de pistoleretes quieren participar en cualquier actividad, deberán hacerlo con total subordinación a la milicia y actuarán cuándo y cómo se les ordene, sin oposición ni antinomia. De no ser así deberán afrontar las consecuencias de su indisciplina. La situación es grave y no podemos permitirnos arbitrariedades, Hágaselo saber a su protegido, excelencia, tal cual se lo he dicho. Simpatizo con el patriotismo de esos muchachos, no lo niego, y me hago cargo de su impaciencia, pero el asunto compete en exclusiva al Ejército español y a nadie más.
—Así mismo se lo transmitiré, mi general, pierda usted cuidado —dijo el duque—, pero el general Mola me había dado a entender.., su punto de vista al respecto...
—Mola es un gran militar, un patriota ejemplar y una gran persona —dijo Franco bajando la voz—, pero a veces le domina el sentimentalismo. Y Queipo de Llano es un tolondrón. La situación es grave y alguien ha de conservar la cabeza clara y la sangre fría. La guerra que se ave cina la ganará el que sepa mantener el orden en sus filas.
Ya se habían alejado y Anthony se deslizaba en la dirección opuesta, cuando vio venir a los otros dos generales y recuperó a toda prisa su rincón sombrío. Desde allí distin
guió el acento vinoso de Queipo de Llano.
—Emilio, si esperamos a que Franquito se decida, nos darán las uvas. Por exceso de tino nos ganarán la mano los bolcheviques, y entonces ya me dirás tú cómo lidiamos ese toro. Créeme, Emilio: el que da primero da dos veces.
—No es fácil coordinar a tanta gente. Hay mucha indecisión y mucha prudencia
—Entonces, no coordinemos. Echa a la calle a los requetés, Emilio, Si hay una escabechina, se acabarán las vacilaciones, En lo esencial, todo el mundo está de acuerdo. El lastre son las discrepancias y las rencillas personales Por no hablar del canguelo de algunos, o de la ambición de otros: Sanjurjo quiere dirigir la sublevación; Goded espera lo mismo, y Franquito a la chita callando se alzará con el santo y la limosna si no andamos listos. Si tú no tomas el mando, no iremos a ninguna parte, Emilio, te lo digo yo.
—Te escucho, Gonzalo, pero no conviene precipitarse Tú todo lo arreglas a cañonazos y aquí la cosa tiene su complejidad.
LA VIDA
De Punto omega, de Don DeLillo, p.27
La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadora- mente conscientes de nosotros mismos, los momentos submicroscópicos. Lo dijo más de una vez, Elster, de más de una manera. Su vida ocurría, dijo, cuando estaba ahí sentado mirando una pared vacía, pensando en la cena.
Una biografía de ochocientas páginas no es más que una conjetura muerta, dijo.
Yo casi lo creía cuando me decía tales cosas. Decía que hacíamos eso todo el tiempo, todos nosotros, llegamos a ser nosotros mismos por debajo del fluir de los pensamientos y las imágenes apagadas, preguntándonos ociosamente cuándo moriremos. Así es como vivimos y pensamos, sepámoslo o no. Son los pensamientos sin clasificar que tenemos mientras miramos por la ventanilla del tren, pequeñas manchas apagadas de pánico meditativo
La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadora- mente conscientes de nosotros mismos, los momentos submicroscópicos. Lo dijo más de una vez, Elster, de más de una manera. Su vida ocurría, dijo, cuando estaba ahí sentado mirando una pared vacía, pensando en la cena.
Una biografía de ochocientas páginas no es más que una conjetura muerta, dijo.
Yo casi lo creía cuando me decía tales cosas. Decía que hacíamos eso todo el tiempo, todos nosotros, llegamos a ser nosotros mismos por debajo del fluir de los pensamientos y las imágenes apagadas, preguntándonos ociosamente cuándo moriremos. Así es como vivimos y pensamos, sepámoslo o no. Son los pensamientos sin clasificar que tenemos mientras miramos por la ventanilla del tren, pequeñas manchas apagadas de pánico meditativo
LA BARBARIE ENCORE
De Esperando a los bárbaros, p.207
Si los bárbaros irrumpieran ahora en esta habitación, sé que moriría tan simple e ignorante como un niño de pecho. Y sería aún más apropiado si me sorprendieran en la despensa con un cuchara en la mano y la boca llena de mermelada de higo escamoteada del último tarro del anaquel: entonces podrían rebanarme la cabeza y arrojarla al montón de cabezas de la plaza luciendo todavía una expresión de sorpresa dolida y culpable por esta irrupción de la historia en el tiempo estático del oasis. Cada cual tendrá el final que se merece. A algunos los cogerán en refugios bajo sus sótanos con los párpados apretados y aferrados a sus objetos de valor, Otros morirán en los caminos sorprendidos por las primeras nieves del invierno. Puede que unos cuantos mueran incluso luchando horca en mano. Después de lo cual los bárbaros se limpiarán el trasero con los archivos del pueblo. Sucumbiremos sin haber aprendido nada. En todos nosotros, en lo más recóndito, parece haber algo granítico e incorregible. Nadie cree realmente, pese a la histeria de las calles, que estén apunto de destruir ei mundo de tranquilas certezas en que hemos nacido. Nadie puede aceptar que hombres con arcos y flechas y viejos mosquetes oxidados que viven en tiendas y nunca se lavan y no saben leer ni escribir hayan aniquilado a un ejército imperial. Pero ¿quién soy yo para burlarme de las ilusiones que nos ayudan a vivir? ¿Hay algún modo mejor de pasar estos últimos días que soñando con un salvador que espada en mano disperse a las huestes enemigas y nos perdone los errores que otros han cometido en nuestro nombre y nos conceda una segunda oportunidad de construir nuestro paraíso terrenal?
Si los bárbaros irrumpieran ahora en esta habitación, sé que moriría tan simple e ignorante como un niño de pecho. Y sería aún más apropiado si me sorprendieran en la despensa con un cuchara en la mano y la boca llena de mermelada de higo escamoteada del último tarro del anaquel: entonces podrían rebanarme la cabeza y arrojarla al montón de cabezas de la plaza luciendo todavía una expresión de sorpresa dolida y culpable por esta irrupción de la historia en el tiempo estático del oasis. Cada cual tendrá el final que se merece. A algunos los cogerán en refugios bajo sus sótanos con los párpados apretados y aferrados a sus objetos de valor, Otros morirán en los caminos sorprendidos por las primeras nieves del invierno. Puede que unos cuantos mueran incluso luchando horca en mano. Después de lo cual los bárbaros se limpiarán el trasero con los archivos del pueblo. Sucumbiremos sin haber aprendido nada. En todos nosotros, en lo más recóndito, parece haber algo granítico e incorregible. Nadie cree realmente, pese a la histeria de las calles, que estén apunto de destruir ei mundo de tranquilas certezas en que hemos nacido. Nadie puede aceptar que hombres con arcos y flechas y viejos mosquetes oxidados que viven en tiendas y nunca se lavan y no saben leer ni escribir hayan aniquilado a un ejército imperial. Pero ¿quién soy yo para burlarme de las ilusiones que nos ayudan a vivir? ¿Hay algún modo mejor de pasar estos últimos días que soñando con un salvador que espada en mano disperse a las huestes enemigas y nos perdone los errores que otros han cometido en nuestro nombre y nos conceda una segunda oportunidad de construir nuestro paraíso terrenal?
INCIPIT 282. ESPERANDO A LOS BARBAROS / JM COETZZZE
Nunca he visto nada parecido: dos pequeños discos de vidrio que unos aros de alambre sostienen delante de sus ojos. ¿Es ciego? Podría comprenderlo si quisiera ocultar unos ojos sin vida. Pero no es ciego. Los discos son oscuros, parecen opacos, pero ve a través de ellos. Me cuenta que son un descubrimiento nuevo.
—Protegen los ojos del resplandor del sol —dice—. Le serían útiles aquí, en el desierto. No hay que estar entornando los ojos continuamente. Además, ahorran dolores de cabeza. Observe —se toca el rabillo del ojo ligeramente—. Ni una arruga. —Se vuelve a colocar las gafas. Es cierto. Tiene la piel de un hombre más joven—. Allí todos las llevan.
Nos sentamos en la mejor habitación de la posada con una botella y un cuenco de nueces entre nosotros. No abordamos la razón de su presencia en este lugar. Se encuentra aquí a causa del estado de emergencia y con eso basta. En su lugar, hablamos de caza. Me cuenta la última gran cacería en la que participó, cuando mataron miles de ciervos, jabalíes y osos, tantos que tuvieron que dejar pudrirse una montaña de cadáveres («Una verdadera pena»). Yo le hablo de las bandadas de gansos y patos que todos los años descienden al lago en sus migraciones, así como de los métodos de los nativos para
LA BARBARIE
LA BARBARIE
De Esperando a los bárbaros, de Coetzee, p.222-223
Pienso: «Pero cuando los bárbaros prueben el pan, el pan tierno con mermelada de mora, el pan con mermelada de grosella, nuestras costumbres les conquistarán. Descubrirán que son incapaces de vivir sin las industrias de hombres que saben cómo cultivar los pacíficos cereales, sin las artes de mujeres que saben cómo utilizar las delicadas frutas».
Pienso: «Cuando un día otros hombres se pongan a escarbar en las ruinas, les interesarán más las reliquias del desierto que cualquier cosa que yo pueda dejar. Y con
razón». (De modo que empleo una tarde en revestir las tablillas una por una con aceite de linaza y envolverlas en hule. Me prometo a mí mismo que cuando el viento amaine saldré y las enterraré donde las hallé.)
Pienso: «He tenido delante de los ojos algo que salta a la vista, y todavía no lo veo».
De Esperando a los bárbaros, de Coetzee, p.222-223
Pienso: «Pero cuando los bárbaros prueben el pan, el pan tierno con mermelada de mora, el pan con mermelada de grosella, nuestras costumbres les conquistarán. Descubrirán que son incapaces de vivir sin las industrias de hombres que saben cómo cultivar los pacíficos cereales, sin las artes de mujeres que saben cómo utilizar las delicadas frutas».
Pienso: «Cuando un día otros hombres se pongan a escarbar en las ruinas, les interesarán más las reliquias del desierto que cualquier cosa que yo pueda dejar. Y con
razón». (De modo que empleo una tarde en revestir las tablillas una por una con aceite de linaza y envolverlas en hule. Me prometo a mí mismo que cuando el viento amaine saldré y las enterraré donde las hallé.)
Pienso: «He tenido delante de los ojos algo que salta a la vista, y todavía no lo veo».
LA ESPERANZA
De Perder teorías de Enrique Vila-Matas, p.9-10
Era yo el que no sabía nada. Nada, por ejemplo, de lo que me esperaba en aquel hotel. En la recepción me dieron, de parte de la Villa Fondebrider, un gran sobre blanco que contenía un mapa de Lyon y un completo programa de las numerosas actividades que tenían lugar en el Centro Artístico Desbordes-Valmore, a un kilómetro del hotel. Sólo un sobre blanco con un mapa y un programa, y ni una palabra de bienvenida, ni una tarjeta o carta personal de alguien, nada más. No sabía yo en qué momento —si existía tal momento— se pondrían en contacto conmigo. Subí a mi cuarto y, pasada una hora sin que nadie se ocupara de mí, sentí que había comenzado a convertirme en un esperador. ¿No era lo que en realidad había sido siempre?
Si lo pensaba bien, mi vida podía ser descrita como una sucesión de expectativas. En realidad, siempre había sido un esperador. Y nunca había perdido de vista que Kafka nos descubrió que la espera es la condición esencial del ser humano. Recuérdese, por ejemplo, Ante la ley, donde el protagonista se pasa la vida esperando cruzar una puerta que sólo está destinada a él y que nunca va a lograr atravesar.
Recordé relatos —de Julien Gracq, por ejemplo— donde la espera prevalecía sobre el acontecimiento, lo que servía como pretexto para el desplazamiento de la temporalidad: el tiempo se escandía y alargaba a través del sistema de sucesión de expectativas que, al verse interrumpidas por otras nuevas expectativas, daban paso a nuevos comienzos y nuevas esperas, y así hasta el final del relato, que solía coincidir con el final de la primera expectativa y el comienzo de una nueva espera, que a su vez parecía abrir nuevas expectativas.
En Gracq los relatos y las novelas eran como salas de espera. En su narración corta La presq’ílle -primera de las tres nouvelles que componen el libro del mismo título-, la acción casi inmóvil se iniciaba directa y literalmente en la sala de espera de una estación de tren: «A través de la puerta vidriera de la sala de espera» eran las primeras palabras de La presq’ille. Ahí estaba condensado todo Gracq, siempre sentado en la gran sala de espera del mundo. Durante las siete horas que duraba la casi invisible acción de La presq’ílle, ésta se subdividía en pequeñas historias, recuerdos y secuencias que iban de alguna forma amueblando mentalmente el tiempo vacío de Simon, el joven protagonista, el esperador.
Era yo el que no sabía nada. Nada, por ejemplo, de lo que me esperaba en aquel hotel. En la recepción me dieron, de parte de la Villa Fondebrider, un gran sobre blanco que contenía un mapa de Lyon y un completo programa de las numerosas actividades que tenían lugar en el Centro Artístico Desbordes-Valmore, a un kilómetro del hotel. Sólo un sobre blanco con un mapa y un programa, y ni una palabra de bienvenida, ni una tarjeta o carta personal de alguien, nada más. No sabía yo en qué momento —si existía tal momento— se pondrían en contacto conmigo. Subí a mi cuarto y, pasada una hora sin que nadie se ocupara de mí, sentí que había comenzado a convertirme en un esperador. ¿No era lo que en realidad había sido siempre?
Si lo pensaba bien, mi vida podía ser descrita como una sucesión de expectativas. En realidad, siempre había sido un esperador. Y nunca había perdido de vista que Kafka nos descubrió que la espera es la condición esencial del ser humano. Recuérdese, por ejemplo, Ante la ley, donde el protagonista se pasa la vida esperando cruzar una puerta que sólo está destinada a él y que nunca va a lograr atravesar.
Recordé relatos —de Julien Gracq, por ejemplo— donde la espera prevalecía sobre el acontecimiento, lo que servía como pretexto para el desplazamiento de la temporalidad: el tiempo se escandía y alargaba a través del sistema de sucesión de expectativas que, al verse interrumpidas por otras nuevas expectativas, daban paso a nuevos comienzos y nuevas esperas, y así hasta el final del relato, que solía coincidir con el final de la primera expectativa y el comienzo de una nueva espera, que a su vez parecía abrir nuevas expectativas.
En Gracq los relatos y las novelas eran como salas de espera. En su narración corta La presq’ílle -primera de las tres nouvelles que componen el libro del mismo título-, la acción casi inmóvil se iniciaba directa y literalmente en la sala de espera de una estación de tren: «A través de la puerta vidriera de la sala de espera» eran las primeras palabras de La presq’ille. Ahí estaba condensado todo Gracq, siempre sentado en la gran sala de espera del mundo. Durante las siete horas que duraba la casi invisible acción de La presq’ílle, ésta se subdividía en pequeñas historias, recuerdos y secuencias que iban de alguna forma amueblando mentalmente el tiempo vacío de Simon, el joven protagonista, el esperador.
INCIPIT 281. 13 CUENTOS DE FANTASMAS / HENRY JAMES
Romance De La Ropa Antigua
Hacia mediados del siglo XVIII vivía en la Provincia de Massachusetts una señora viuda, madre de tres hijos. Su nombre no viene al caso: me tomaré la libertad de llamarla Mrs. Wingrave, apellido que, como el suyo propio, suena muy respetable. Había quedado viuda después de unos seis años de matrimonio y se había dedicado al cuidado de su progenie. Esa joven descendencia creció de tal manera que recompensó su celo y complació sus más vanas esperanzas. El primogénito era un varón, a quien había puesto el nombre de Bernard, por su padre. Los otros dos eran niñas, nacidas con una separación de tres años. La belleza era tradicional en la familia, y no parecía probable que esos tres niños permitieran que la tradición se echara a perder. El chico tenía esa tez clara y rubicunda y esa complexión atlética que en aquella época (al igual que en esta) era muestra de genuina sangre inglesa: era un afectuoso y sincero jovencito, hijo respetuoso, hermano protector y amigo incondicional. Listo,
Hacia mediados del siglo XVIII vivía en la Provincia de Massachusetts una señora viuda, madre de tres hijos. Su nombre no viene al caso: me tomaré la libertad de llamarla Mrs. Wingrave, apellido que, como el suyo propio, suena muy respetable. Había quedado viuda después de unos seis años de matrimonio y se había dedicado al cuidado de su progenie. Esa joven descendencia creció de tal manera que recompensó su celo y complació sus más vanas esperanzas. El primogénito era un varón, a quien había puesto el nombre de Bernard, por su padre. Los otros dos eran niñas, nacidas con una separación de tres años. La belleza era tradicional en la familia, y no parecía probable que esos tres niños permitieran que la tradición se echara a perder. El chico tenía esa tez clara y rubicunda y esa complexión atlética que en aquella época (al igual que en esta) era muestra de genuina sangre inglesa: era un afectuoso y sincero jovencito, hijo respetuoso, hermano protector y amigo incondicional. Listo,
DE LA REVOLUCION
De Riña de gatos de Eduardo Mendoza, p.37-38
-Que estalle la revolución sólo es cuestión de tiempo. La mecha está encendida y nada la puede apagar ya. Voy a ser sincero con usted, señor Whítelands, yo no le tengo miedo a la revolución, No soy tan ciego que no vea la injusticia que ha imperado en España durante siglos. Mis privilegios de clase no me han impedido en varias ocasiones apoyar medidas reformistas, empezando por la reforma agraria. La gestión de mis fincas y el trato con los aparceros me han enseñado más en este sentido que todos los discursos, los informes y los debates de unos políticos de café, pasillo y ministerio. Creo posible una modernización de las relaciones de clase y del sistema económico que redundaría en beneficio del país en general y, en definitiva, en beneficio de todos los españoles, ricos o pobres. ¿De qué sirven las riquezas si la propia servidumbre está afilando el cuchillo que nos cortará el gaznate? Pero para la reforma es demasiado tarde. Por desidia, por incompetencia o por egoísmo, no ha habido entendimiento y a estas alturas una solución pacífica del conflicto dista de ser viable. Hace año y pico estalló una revolución comunista en Asturias. Fue sofocada, pero, mientras duró, se cometieron muchos desmanes, especialmente contra el clero. Las momias de las monjas fueron sacadas de sus sarcófagos y ultrajadas, el cadáver de uno de los muchos sacerdotes asesinados fue expuesto a la irrisión pública con un cartel que decía: se vende carne de cerdo. Estos actos no son propios de comunistas ni responden a ninguna ideología, señor Whitelands. Son simple salvajismo y sed de sangre. Luego intervino el Ejército y la Guardia Civil y la represión fue terrible. Hemos enloquecido y no hay más que hablar.
-Que estalle la revolución sólo es cuestión de tiempo. La mecha está encendida y nada la puede apagar ya. Voy a ser sincero con usted, señor Whítelands, yo no le tengo miedo a la revolución, No soy tan ciego que no vea la injusticia que ha imperado en España durante siglos. Mis privilegios de clase no me han impedido en varias ocasiones apoyar medidas reformistas, empezando por la reforma agraria. La gestión de mis fincas y el trato con los aparceros me han enseñado más en este sentido que todos los discursos, los informes y los debates de unos políticos de café, pasillo y ministerio. Creo posible una modernización de las relaciones de clase y del sistema económico que redundaría en beneficio del país en general y, en definitiva, en beneficio de todos los españoles, ricos o pobres. ¿De qué sirven las riquezas si la propia servidumbre está afilando el cuchillo que nos cortará el gaznate? Pero para la reforma es demasiado tarde. Por desidia, por incompetencia o por egoísmo, no ha habido entendimiento y a estas alturas una solución pacífica del conflicto dista de ser viable. Hace año y pico estalló una revolución comunista en Asturias. Fue sofocada, pero, mientras duró, se cometieron muchos desmanes, especialmente contra el clero. Las momias de las monjas fueron sacadas de sus sarcófagos y ultrajadas, el cadáver de uno de los muchos sacerdotes asesinados fue expuesto a la irrisión pública con un cartel que decía: se vende carne de cerdo. Estos actos no son propios de comunistas ni responden a ninguna ideología, señor Whitelands. Son simple salvajismo y sed de sangre. Luego intervino el Ejército y la Guardia Civil y la represión fue terrible. Hemos enloquecido y no hay más que hablar.
LAS ESPOSAS
De Punto omega de Don DeLillo, p. 78-79
—Las esposas. Qué tema —dije yo.
—Sí, las esposas.
—Cuántas?
—Cuántas, Dos —dijo él.
—Sólo dos, Pensé que serían más,
—Sólo dos —dijo él—. Parecen más.
—Locas las dos. Sólo estoy tratando de adivinar.
años.
—Locas las dos. La cosa madura con los
—Qué cosa? ¿Estar loca?
—Al principio no lo ve uno. O es que lo ocultan, o es que la cosa tiene que madurar. Cuando ello ocurre, es inconfundible.
—Pero Jessie es el tesoro, la bendición.
—Exacto. ¿Y tú?
—No tengo hijos.
—La esposa. La esposa separada. ¿Está loca?
—Piensa que el loco soy yo.
—Tú no lo crees —dijo él.
—No sé.
—Qué estás tratando de proteger? Está loca. Dilo.
Seguíamos con los susurros, estábamos creando una unión de susurros, pero no iba a decirlo.
—Las esposas. Qué tema —dije yo.
—Sí, las esposas.
—Cuántas?
—Cuántas, Dos —dijo él.
—Sólo dos, Pensé que serían más,
—Sólo dos —dijo él—. Parecen más.
—Locas las dos. Sólo estoy tratando de adivinar.
años.
—Locas las dos. La cosa madura con los
—Qué cosa? ¿Estar loca?
—Al principio no lo ve uno. O es que lo ocultan, o es que la cosa tiene que madurar. Cuando ello ocurre, es inconfundible.
—Pero Jessie es el tesoro, la bendición.
—Exacto. ¿Y tú?
—No tengo hijos.
—La esposa. La esposa separada. ¿Está loca?
—Piensa que el loco soy yo.
—Tú no lo crees —dijo él.
—No sé.
—Qué estás tratando de proteger? Está loca. Dilo.
Seguíamos con los susurros, estábamos creando una unión de susurros, pero no iba a decirlo.
INCIPIT 280. LA CENA / HERMAN KOCH
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Íbamos a cenar en un restaurante. No diré en cuál, porque si lo digo puede que la próxima vez esté lleno de gente que quiera ver si hemos vuelto. Había reservado Serge. De las reservas siempre se ocupa él. El restaurante es uno de esos a los que hay que llamar con tres meses de antelación, o seis u ocho, ya he perdido la cuenta. Yo jamás querría saber con tres meses de antelación adónde iré a cenar una noche determinada, pero parece que hay gente a quien eso no le importa nada. Si dentro de unos siglos los historiadores quieren saber cuán idiota era la humanidad a comienzos del siglo xxi, no tendrán más que echar un vistazo a los ordenadores de los llamados restaurantes selectos, porque resulta que todos esos datos se guardan. Si la vez anterior el señor L. estuvo dispuesto a esperar tres meses por una mesa junto a la ventana, bien esperará ahora cinco por una mesa al lado de la puerta de los servicios. En esos restaurantes, a eso se lo llama «llevar los datos de los clientes».
Serge jamás reserva con tres meses de antelación. Suele hacerlo el mismo día; se lo toma como un juego, dice. Hay restaurantes que siempre dejan una mesa libre para personas como Serge Lohman, y éste es uno de ellos. Uno de muchos, por cierto. Cabría preguntarse si en todo el país queda algún restaurante donde no pierdan los papeles al oír el nombre de
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Íbamos a cenar en un restaurante. No diré en cuál, porque si lo digo puede que la próxima vez esté lleno de gente que quiera ver si hemos vuelto. Había reservado Serge. De las reservas siempre se ocupa él. El restaurante es uno de esos a los que hay que llamar con tres meses de antelación, o seis u ocho, ya he perdido la cuenta. Yo jamás querría saber con tres meses de antelación adónde iré a cenar una noche determinada, pero parece que hay gente a quien eso no le importa nada. Si dentro de unos siglos los historiadores quieren saber cuán idiota era la humanidad a comienzos del siglo xxi, no tendrán más que echar un vistazo a los ordenadores de los llamados restaurantes selectos, porque resulta que todos esos datos se guardan. Si la vez anterior el señor L. estuvo dispuesto a esperar tres meses por una mesa junto a la ventana, bien esperará ahora cinco por una mesa al lado de la puerta de los servicios. En esos restaurantes, a eso se lo llama «llevar los datos de los clientes».
Serge jamás reserva con tres meses de antelación. Suele hacerlo el mismo día; se lo toma como un juego, dice. Hay restaurantes que siempre dejan una mesa libre para personas como Serge Lohman, y éste es uno de ellos. Uno de muchos, por cierto. Cabría preguntarse si en todo el país queda algún restaurante donde no pierdan los papeles al oír el nombre de
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