El último hombre blanco, Nuria Labari, p. 238
Un maestro zen va a enseñar el
arte de la esgrima a su discípulo. Le pide que se dedíque a limpiar una
habitación realmente grande. El discípulo quiere tomar la espada y aprender el
arte para el que está llamado, pero el maestro considera que aún es pronto. Una
tarde, mientras está limpiando, el maestro le propina un garrotazo por la
espalda y el discípulo cae al suelo, noqueado. No entiende de dónde ha venido
el golpe ni por qué se lo ha propinado. Pero tendrá que levantarse y continuar con
la tarea. Y así pasarán los años y el maestro seguirá imponiéndole tareas que
poco tienen que ver con el arte de la esgrima, y seguirá sorprendiéndolo y
golpeándolo una y otra vez. El maestro aparecerá con el garrote desde detrás de
un árbol, o desde la zona oscura de una habitación: los golpes se abatirán sobre
el cuerpo del aprendiz como caídos del cielo, y él creerá que no está
aprendiendo nada, pero tendrá que superar la ira y la frustración y seguir más
de un lustro alejado del sable que tanto anhela. Hasta que un día, cuando el
maestro intenta golpearlo mientras transporta una vasija llena de agua, el discípulo
es capaz de esquivar el golpe. No sabe cómo lo ha hecho, no puede explicar cómo
lo ha aprendido, pero el hecho es que por fin está listo para tomar el arma. En
eso consiste el zen, y por eso era la filosofía preferida de Steve Jobs de
tantos hombres entregados a la religión del trabajo.
El maestro, igual que el jefe, es
siempre arbitrario, puede hacer lo que le dé la gana, golpea siempre y siempre
menosprecia la vida, puesto que la vida no vale nada para esta filosofía. Y al
final, después de muchos años, el discípulo se cuenta de que el maestro tiene
razón.
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