Alegría, Manuel Vilas, p. 203
Me vino también el recuerdo del
presidente chileno Salvador Allende, que se suicidó el 11 de septiembre de 1973
ante el golpe de Estado de que fue víctima su gobierno, y ante el asalto armado
y cruento del palacio de La Moneda. La izquierda no admitía su suicidio y
sostuvo durante mucho tiempo que había sido asesinado por los militares
golpistas. Ahora ya se acepta que Allende decidiera pegarse un tiro, en cuyo
acto aún hay más honestidad que en su supuesto asesinato a manos de los
militares, pues no les dio opción a que le ejecutaran, y eso cuenta. Cuenta mucho,
pues supone un acto de conciencia, en donde la rendición ni siquiera es una
hipótesis. Quien no se mata es porque en el fondo espera que los demás no le
maten, y abre así la puerta de la petición de clemencia. Allende no quiso ni
siquiera sugerir una hipotética clemencia, ni siquiera quiso convertirse en una
decisión que hay que tomar, no quiso ni siquiera mirar a los ojos a los
miserables que venían a destruir la democracia. Ni insultarlos ni hablarles ni
decirles su nombre ni condenarlos, no quiso nada. Y esa bala que destruyó su
cerebro era, por consiguiente, una bala moralmente buena, valiosa y llena de
necesidad. En realidad, fueron dos balas, porque Allende usó su propia
metralleta para dispararse a la cabeza y a la cara. Las dos balas destruyeron
los huesos de la cara. Los forenses constataron que su rostro quedó
irreconocible. La autopsia de Allende reveló algo sorprendente: el presidente
de Chile tenía el hígado, el corazón, los riñones y los pulmones en un gran estado
de salud, como si fuesen los órganos de una persona joven, algo infrecuente en
un hombre de sesenta y cinco años. Que tuviera los órganos saludables nos dice
simbólicamente que la democracia tiene que ver con la alegría, así deseo verlo
yo. Podría haber vivido muchos más años. Dada la robustez de sus órganos
internos Allende se habría hecho nonagenario.
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