Todo aquello que amamos y perdimos, que amamos muchísimo, que amamos sin saber que un día nos sería hurtado, todo aquello que, tras su pérdida, no pudo destruirnos, y bien que insistió con fuerzas sobrenaturales y buscó nuestra ruina con crueldad y empeño, acaba, tarde o temprano, convertido en alegría.
El alma humana no tendría que
haber descendido a la tierra.
Tendría que haberse quedado en
las alturas, en los abismos celestiales, en las estrellas, en el espacio
profundo. Tendría que haber permanecido alejada del tiempo; el alma humana hubiera
estado mejor sin ser humana, porque el alma envejece bajo el sol, se derrite, se hunde y
combustiona en millones de preguntas que se esparcen sobre el pasado, el
presente y el futuro, que forman un solo tiempo, y ese es el tiempo personal de
cada uno de nosotros, un tiempo en donde el amor es un deseo permanente, que no
se cumple, que nos avisa de la hermosura de la vida y luego se marcha.
Se marcha.
Nos deja en un silencio poderoso,
amargo y sutil.
Millones de preguntas que fueron
seres humanos antes de convertirse en preguntas. Millones de cuerpos, millones
de padres, madres, hijos e hijas.
Y nos quedamos solos y ateridos.
El alma humana somos nosotros,
todos nosotros, buscando amor, todos buscando ser amados cada día, cada día
esperando la llegada de la alegría, qué habríamos de esperar si no.
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