Historia de los abuelos que no tuve, Ivan Jablonka p. 360
La muerte de ellos solo pertenece
a los desaparecidos. Incluso Gradowksi, asignado al Krematorium II, jefe de la
revuelta del Sonderkommando y autor de un desgarrador «manuscrito bajo la
ceniza» no puede acompañarlos hasta el final. Solo puede contar lo que sigue:
«El pelo es lo que arde primero. La piel se infla de burbujas que explotan al
cabo de unos segundos. Los brazos y las piernas se contorsionan, venas y
nervios se tensan y hacen que los miembros se muevan. El cuerpo ya se abrasa
por completo, la piel está agrietada, la grasa se escurre y oyes el rechinar del
fuego ardiente. Ya no ves el cuerpo, solo un horno de fuego infernal que
consume algo en su interior. El vientre explota. Los intestinos y las entrañas
emergen y, en pocos minutos, no quedan rastros de ellos. Lo que tarda más en
quemarse es la cabeza. Dos pequeñas llamas azules centellean en las órbitas
-son los ojos que se consumen junto con los sesos al fondo-, y en la boca, aún
se está calcinando la lengua. Todo el proceso dura veinte minutos, y un cuerpo,
un mundo, queda reducido a cenizas» (Gradowski, 2009: 195-196).
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