Fin de semana en Nueva York, Josep Pla, p. 176-177
Todo en el lugar recuerda Holanda
y Londres. Las casas que hay en la franja norte del square son de un delicioso
rojo holandés. Los árboles que lo sombrean son viejos y macilentos, exactamente
iguales a los que se ven en los lugares londinenses similares. La arquitectura
que lo rodea es del más puro estilo colonial anglosajón, igual que la
arquitectura inglesa del tiempo, pero más seca, más sencilla, más
puritanificada. La arquitectura que en esta ciudad puede compararse con su
similar europea no es nunca tan hinchada ni tan elocuente, contiene siempre
menos elementos inútiles. «Washington Square –escribe James- exhala una especie
de calma estable que se encuentra raramente en esta ciudad vibrante; su aspecto
muestra una madurez, una dignidad, un bienestar que se deben, sin duda, a que
el lugar fue el centro ya histórico de una sociedad, de lo que carecen los
barrios más suntuosos.” Es exacto.
El lector dirá quizá que venir a
Nueva York para hablar de estos lugares tocados de decrepitud y de calma es
romper totalmente con una tradición literaria europea que exige hablar de esta
ciudad con un léxico crispado, calenturiento y alocado. Quizá, sin embargo, una
gran parte de la información que yo traía ha resultado, si no totalmente falsa,
al menos insoportablemente exagerada. He encontrado en la ciudad tantas cosas
del norte de Europa que, si se exceptúan los rascacielos, que hacen que Nueva
York sea una pieza única, nada de lo demás me ha dado una sensación de
desplazamiento a un país exótico y extraño. Es ridículo que yo hable de América
en términos generales, pero tengo la vaga intuición - y las intuiciones han de
ser perdonadas- que ésta es la ciudad de América más profundamente europea, más
acercada a nuestros gustos y a nuestros hábitos mentales. Para trabajar hay que
venir a Nueva York de joven; para ver bien la ciudad hay que conocer el norte
de Europa y tener algunos años.
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