Incendios, Richard Ford, p 75-76
Pero, hubiera lo que hubiere,
había valido una mentira. Mi madre había mentido a mi padre, y también yo. Y
quizá Warren Miller también había mentido a alguien. Y, si bien sabía
perfectamente lo que era una mentira, ignoraba si existía alguna diferencia
cuando quienes mentían eran los adultos. Posiblemente importaba menos en ellos,
ya que, en su universo de relaciones, la verdad acababa haciéndose evidente a
todo el mundo. Mientras que para mí -dado que no había hecho en la vida nada
que sirviera de referencia de mi persona- importaba mucho más. Así, sentado en
mi pupitre en la fría tarde de octubre, traté de imaginar una vida feliz para
mí y una vida feliz y alegre para mis padres cuando todo aquello hubiera
acabado, tal como auguraba mi madre. Pero en lo único que logré pensar fue en
mi padre diciéndome: “¿Sí? ¿Sí, Joe? ¿Estás ahí?”, y en mí mismo diciéndole: “Adiós.”
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