Sucedió en medio de la guerra, en
un andén tan plano y polvoriento como la interminable llanura que lo
circundaba. El tren parado había salido dos días antes de Moscú, rumbo al este;
le quedaban dos o tres más de trayecto, dependiendo del carbón y de los
movimientos de tropas. Era poco después del amanecer, pero el hombre -en
realidad, sólo un semihombre- ya se estaba impulsando hacia los vagones de
asientos más cómodos en un carrito bajo con ruedas de madera. La única manera
de dirigirlo era tirar del borde frontal del artilugio, y para impedir que
volcara, el hombre llevaba, atada con un lazo a la pretina de sus pantalones,
una cuerda que pasaba por debajo del carrito. Tiras de tela ennegrecidas le envolvían
las manos y tenía la piel curtida de mendigar por las calles y las estaciones. Su
padre había sido un superviviente de la guerra anterior. Bendecido por el cura
del pueblo, se había ido a luchar por la patria y el zar. Para cuando volvió,
el cura y el zar ya no estaban, y la patria ya no era la misma. Su mujer había gritado
al ver lo que la guerra había hecho con su marido. Ahora había otra guerra y
había vuelto el mismo invasor que antes, con la salvedad de que los nombres
habían cambiado
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